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I.IV Hipótesis y marco metodológico

2.2 Mística como discurso de la negación

2.2.2 La pérdida de los sentidos externos

pobreza de grupos mendicantes de Oriente como los derviches o los faquires.72

Asimismo, también en las prácticas místicas de algunas tradiciones se prevé una temporada en el exilio en la cual el neófito debe abando­

nar su entorno internándose en un paraje desconocido ubicado a cielo abierto, en el desierto, en el bosque, en la selva o en un minúsculo habi­

táculo.73 En algunos ritos de iniciación a los misterios chamánicos, el exilio metafórico se convierte en una verdadera noche oscura al modo de Antígona en donde el iniciado es enterrado simulando una muerte en vida,74 un retroceso al estado embrionario, al illud tempus75 precós­

mico. La nada de la noche oscura es, por lo tanto, aquel caos que ante­

cede al orden de la creación.

encontrarlo le brotan órganos invisibles por los costados más inopina­

dos. A san Bernardo, por poner un ejemplo, le salen oídos en el cora­

zón80 y a Hildegard von Bingen se le aparecen seres cuyos cuerpos están sembrados de ojos.81 Más que la inoperancia de los sentidos, parece que en los místicos se da una hipertrofia de los mismos como lo demuestra la siguiente cita de san Buenaventura:

El alma que cree, espera y ama a Jesucristo […] recobra la vista y el oído espirituales: el oído para percibir las palabras de Cristo y la vista para contemplar los rayos de su luz. Suspirando, después, en la esperanza de recibir la palabra inspirada, recobra, a través del deseo y el afecto, el sen­

tido espiritual del olfato. Y mientras acoge en amor la palabra encarnada, recibiendo de ella placer y acercándose a ella a través del amor estático, recobra el gusto y el tacto. Gracias a la recuperación de estos sentidos, ella ahora ve y escucha a su Esposo, lo huele, lo gusta y lo abraza, y puede así cantar como la esposa del Cantar.82

San Buenaventura, remitiéndose a la visio Dei o visio beatifica de san Agustín, habla de la visión intelectual que no se muestra mediante sig­

nos perceptibles por el cuerpo, ni por colores y formas, sino mediante símbolos solo asimilables por el ojo, el oído, el gusto, el olfato y el tacto espirituales. Ver con los ojos del alma será la máxima del místico que postula, haciéndose eco de la filosofía platónica de las ideas, la posibi­

lidad de contemplar lo Absoluto mediante una razón intuitiva cercana a la noesis.

80 Como se colige de la siguiente recomendación: «Abrid el oído de vuestro corazón y escuchad atentos a Dios, que habla en la intimidad». Cfr. San Bernardo de Claraval, «A los clérigos sobre la conversión», en: Obras completas, vol. v, Madrid 1987, 366­367, I.2.

81 La figura sembrada de ojos heterotópicos que aparece en primera visión del Liber Scivias representa el «Temor de Dios» y sugiere la anulación del órgano físico por su repe­

tición y el desarrollo, por su parte, de un órgano visual interno: el de la visio intellectualis.

Cfr. Victoria Cirlot, «La facultad visionaria: la figura sembrada de ojos en el Scivias de Hildegard von Bingen», en: Axis Mundi 5 (1998), 20­30. De forma análoga, Juan Eduardo Cirlot afirma que la multiplicidad de ojos remite a la miríada de estrellas y entenebrece, de forma paradójica, al poseedor de tantos ojos. Cfr. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Madrid 2016, 346, s.v. «ojo».

82 San Buenaventura, «Itinerario de la mente hacia Dios», en: Experiencia y teología del Misterio: San Buenaventura, vol. iii, Madrid 1947, 38.

Así pues, la pérdida primera de los sentidos se compensa con la conce­

sión de una nueva forma sobrenatural de percibir. En el Bhagavad Gita, texto clave del hinduismo, un Krishna avatizado le concede al joven príncipe guerrero Arjuna la visión sobrenatural, unos «ojos divinos»,83 para que pueda contemplar su poder, también divino. Se cumple aquí el principio de la semejanza por el cual el ojo solo puede ver aquello que es de su misma naturaleza. El ojo natural no es recipiente apto para la reflexión de la esencia sobrenatural y, así, superada la primera ceguera, acabará acostumbrándose a lo contemplado y adquiriendo el mismo carácter sobrehumano. El que mira es, pues, reflejo de aquel al que mira o, por decirlo de otra manera, Arjuna contempla a Krishna en tanto en cuanto él mismo es contemplado por el Dios.84

Otra característica de este nuevo modo de percepción es la hipersen­

sibilidad de los órganos espirituales recién estrenados. La simple intui­

ción de la cercanía del amado o el rastro lejano de su perfume hacen al místico extasiarse, salirse de sí y caer en el entusiasmo más delirante.

Tal es el caso del místico sufí quien, en su borrachera divina, va embria­

gado de taberna en taberna deleitándose con el licor que escancia la saaqi,85 la bella doncella símbolo de la Gracia de Dios. Y, así, dice Rumi:

Alrededor de la casa de mi Amado dancé toda la noche.

Salió él por la mañana y me ofreció un poco de vino, más yo no tenía copa.

«Aquí tienes mi cráneo vacío, vierte en él tu vino», me dijo.86

83 Bhagavad Gita, Madrid 1997, versos xi.8.

84 Según dirá el Maestro Eckhart: «Das Auge, mit dem ich Gott sehe, ist dasselbe, mit dem Gott mich sieht. Mein Auge und Gottes Auge sind ein und dasselbe im Sehen, ein und dasselbe im Wissen, ein und dasselbe im Lieben». Cfr. Meister Eckhart, Deutsche Predigten und Traktate, Múnich 1995, 216.

85 Rumi, En brazos (op. cit. 51, cap. 2), 13.

86 Ibid., 70.

El baile extático del derviche, símbolo de la total anulación del centro mediante la repetición de círculos concéntricos, acerca al místico a la morada del amado. Tras pasar toda la noche en tránsito, la sed del mís­

tico es apremiante. Sin embargo, la copa falta. El recipiente capaz de contener el vino que saciará su sed todavía no ha sido otorgado. Pero es entonces cuando el propio amado le ofrece su cráneo vacío para que vierta en él la bebida. La pregunta clave entonces es, ¿de qué vino se trata? De forma casi imperceptible ha tenido lugar aquí una permuta­

ción; ya no es la bebida del amado, sino la del amante la que ha de ver­

terse: «Vierte en él tu vino». La copa del que quiere beber es de la misma materia del que deja beber, su propio cráneo, y el vino de amado y de amante se confunden en una misma sustancia. También aquí podría deducirse que la copa de la que bebo es la misma copa que me bebe. De nuevo se constata que el cese de funcionamiento de los sentidos natu­

rales permite el desarrollo de una percepción sobrenatural.

En la mística cristiana, sin embargo, el Otro no solo se ingiere, sino que también se deglute. A este respecto, son numerosos y suculentos los ejemplos de un incipiente apetito por el cuerpo inexistente del amado que hacen deducir que el surgimiento de órganos suprasensibles se tra­

duce en una potenciada sensualidad de la experiencia del Otro. Un ejem­

plo clave de esta glotonería incipiente se encuentra en los relatos de santa Teresa de Ávila. Pese a las austeras normas del Carmelo en todo lo refe­

rente a los apetitos del cuerpo, a la mística le sobreviene un hambre arre­

batada. En el capítulo quinto de Conceptos del Amor de Dios, Teresa dirá que «cortado y guisado, y aun comido, le da el Señor de la fruta del man­

zano»87 a la esposa y que ésta se complace porque la manzana «es dulce para su garganta». También en Libro de la vida, las charlas íntimas con el amigo son: «manjares muy gustosos y provechosos, si el gusto se usa a comer de ellos; traen consigo gran sustentamiento para dar vida al alma, y muchas ganancias».88 En otros pasajes, el encuentro con el amado es maná que deja el «estómago contento»89 o una fruta a la que hay que ir sustrayéndole las capas hasta alcanzar el centro tierno y jugoso:

87 Santa Teresa, «Conceptos del Amor de Dios», en: Obras completas, Burgos 2014, 13­

86, cap. 5.4.

88 Id., «Libro de la vida» (op. cit. 87, cap. 2), 130, cap. 13.11.

89 Ibid., 164, cap. 17.4.

No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa en hilada, sino poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerar como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan.90

Otras veces, el amado adquiere un cariz más maternal y se transforma en fuente nutricia que alimenta con «la leche divina»91 que sale de sus

«pechos celestiales».92 En ambos festines, el encuentro amoroso se inicia por la boca en forma de un beso devorador.93

Como se deduce del paraíso de deleites que describe la narración de la experiencia mística, la unión con el Absoluto está cargada de un intenso sensualismo que culmina en toda una sacramentalización de la experiencia sensible. Es justo mediante la polifonía de los sentidos que el místico logra dar expresión a la experiencia del arrobamiento.

De esta forma, el Otro imperceptible e invisible es un rayo luminoso en medio de grandes tinieblas, una unción suavísima que lo penetra todo, un vino que embriaga, una música que fortalece el alma y unos labios que besan. El amado, para hacerse objeto cognoscible, debe penetrar primero el tamiz sensorio de los órganos supranaturales de la esposa:

la sensualización lo hace verificable.

Para finalizar este apartado, como viene siendo habitual, hay que resaltar las semejanzas entre el conocimiento suprasensible e intuitivo del místico y aquel del que dan muestras las figuras del paria y de Antí­

gona, paradigmas del exiliado. En este sentido, el paria y Antígona, al igual que el loco o el idiota, son poseedores de una innata joie de vivre y de una lógica intuitiva que les permite una percepción singular de la realidad, así como llegar a realidades vedadas al resto de seres humanos.

En este sentido, ambos son los representantes de esa sensibilidad Otra

90 Id., «Castillo interior» (op. cit. 87, cap. 2), 799, cap. M1.2.8.

91 Id., «Conceptos» (op. cit. 87, cap. 2), 13­78, cap. 4.4.

92 Ibid., 1381, cap. 5.1.

93 La necesidad de comer al amado divino para entrar en comunión perfecta con él ya fue expuesta por Bernardo de Claraval, el doctor mellifluus, en su comentario sobre el Cantar de los Cantares: «Il nous mange, et nous le mangeons, pour que nous soyons plus étroitement attachés à lui». Cfr: Bernard de Clairvaux, Les Sermons de saint Bernard sur le Cantique des Cantiques, vol. ii, Lyon 1686, 325.

que desemboca en un conocimiento alternativo con sede en la piedad zambraniana y en el corazón comprensivo de Arendt.