• Keine Ergebnisse gefunden

I.IV Hipótesis y marco metodológico

2.4 Características discursivas de la literatura místicaliteratura mística

2.4.1 La poética del viaje

Por definición, la experiencia mística es un estado de éxtasis, de salir

«fuera de sí», de exiliarse del propio Yo alejándose y tomando «vaca­

ciones» de lo inmanente para, así, arribar al lugar en el que habita el Otro. Este movimiento centrífugo se asemeja, pues, a la búsqueda de una nueva patria que en el discurso místico a veces se denomina la conquista del «sexto continente».

Por otra parte, en el estudio topológico presentado en el apartado anterior, quedó claro que la situación intermedia del místico entraña un fuerte sentimiento de nostalgia producido al perder su lugar al lado del Otro, o totalmente en el Otro. Su búsqueda es un retorno, una reunión con el amado y, en consecuencia, la máxima aspiración no puede ser sino salir del exilio provocado por la separación con el objeto de su deseo.

Cualquiera de estas dos interpretaciones incide en la imagen del mís­

tico como un exiliado, un Wandersmann136 en tránsito siempre hacia un destino prefijado. Sin duda, por esta vocación del éxodo, la expe­

riencia mística hace acopio de la semántica del viaje, de la senda, de la peregrinación. El viaje espiritual y el geográfico se acoplan y forman correspondencias, creando una misma ruta hacia la morada máxima, la última estación, el final del camino. El movimiento de expansión horizontal, asimilable al periplo a través del paisaje, resuena en la verti­

calidad del desplazamiento del ser humano hacia la divinidad. Tal es el caso de los entrecruzamientos de la singladura real y la espiritual de santa Teresa. Entre los años 1562 y 1582, la santa fundó treinta y tres monasterios de monjas y monjes de la orden de los Carmelitas Descal­

zos a lo largo y ancho de España.

136 El místico del barroco alemán, Angelus Silesius, tituló a su antología de poemas y epigramas místicos Cherubinischer Wandersmann.

Imagen 3: Viajes fundacionales de Teresa de Ávila. Monasterio de la Encarnación.

Propiedad de la autora (15.06.2018)

Como se constata en sus Fundaciones, estos viajes geográficos cons­

tituían para la santa verdaderas pruebas no solo físicas, sino también espirituales, en los cuales solo la fe y el deseo de obediencia divina la mantuvieron pie. En especial, el último viaje de Burgos a Alba se con­

figura a modo de un verdadero calvario que acabó con la vida física de la mística y con la unión tan esperada del alma con Dios, cumpliendo, así, el deseo de la queja última: «¡Al fin muero!».

El ejemplo más claro de la estructura de viaje que guarda el fenómeno místico se encuentra en la formulación de un itinerario trimembre, de fuerte arraigo en la mística cristiana,137 compuesto por la vía pur­

137 Resulta importante recordar aquí que el símbolo del viaje se remonta al origen del cristianismo cuando los primeros fieles eran conocidos como «los del camino». Cfr. Arabī, El esplendor (op. cit. 79, cap. 2), 49.

gativa, iluminativa y unitiva, marcando, a modo de mapa sinóptico, el proceso de unión entre el sujeto y Dios. Sin embargo, la hoja de ruta no debe utilizarse más que como material orientativo, ya que el itinerario puede alargarse o acortarse dependiendo de cada caso particular. Las tres vías se convierten, por ejemplo, en los siete grados presentes en san Agustín138 y en el itinerario de la mente a Dios en san Buenaventura, o en los siete peldaños de la escalera de perfección que recuenta Margue­

rite Porete en su ascensión a la montaña en la que mora el loingprés,139 sin olvidar los treinta escalones de la escalera al Paraíso de san Juan Clímaco.

También en la mística sufí se impone la poética del viaje, como delata que el místico sea denominado de forma simbólica sálik, el cami­

nante,140 calificativo que indica las duras pruebas que deberá superar el neófito en su viaje espiritual, así como la necesidad de salir de los límites conocidos para adentrase en el más allá. De valle en valle, hasta llegar al séptimo, el peregrino en su camino a Dios deberá salir victorioso de los retos espirituales que irán apareciendo: «siguendo este camino de peligros y aflicción».141 Otras veces, sin embargo, el camino se antropo­

morfiza y se convierte en la trenza ondulada del pelo del Amado que, como una cadena de oro, hace pasear los corazones de los viajeros de un lado a otro. De ahí que el poema sufí del siglo xiv, La rosaleda de los secretos de Mahmud Shabistarí, describa el camino del viajero místico como: «enredado, intricado y difícil»142.

De igual manera, la tradición coránica cuenta con gran número de viajeros místicos, siendo el más importante, sin duda, el propio Mahoma en su viaje nocturno, isrá,143 desde La Meca hasta el templo de Salomón a lomos del Buráq, para realizar desde allí su ascensión celestial, mi’ray, relatada en la sura xvii.144

138 San Agustín, «De quantitate Animae», en: Obras completas de San Agustín, vol. v, Madrid 1951, caps. 33­35.

139 Porete, El espejo (op. cit. 64, cap. 2), 128.

140 Arabī, El esplendor (op. cit. 79, cap. 2), 34­35.

141 Attar, La conferencia (op. cit. 102, cap. 2), 30.

142 Mahmud Shabistarí, La rosaleda de los secretos, 30.07.2019, en: url: https://archive.

org/details/Rosaleda (llamado el 10.09.2019).

143 Arabī, El esplendor (op. cit. 79, cap. 2), 21.

144 Sura 17, El Korán, Madrid 2006, 148­153.

Dentro del sufismo, son numerosos los relatos relacionados con la temática del viaje, del desierto y del retorno a una patria original. El Relato del exilio occidental del místico persa del siglo xii, Siháboddin Yahya Sohravardí, plantea el fenómeno místico como un viaje de retorno al origen tras haber superado las sucesivas pruebas del camino.

En este relato se ejemplifica a la perfección la sensación de extranjería que inunda el alma del gnóstico al sentirse una «alógena»145 desubi­

cada en la prisión de Occidente, así como su anhelo por emprender el retorno a Oriente. El viaje se inicia, como no podría ser de otra forma, tras una toma de consciencia de un origen superior: «Es al despertar al sentimiento de ser una Extranjera cuando el alma del gnóstico descubre dónde está y presiente a la vez de dónde viene y a dónde ha de volver».146 De forma análoga, en la tradición judía se utiliza la palabra hebrea halajá (halachá), de la terminología del Antiguo Testamento, para designar el acercamiento a Dios o, de forma más precisa, el camino que sigue los pasos de Dios: «Die Wortwurzel bedeutet ‹gehen›. Halacha bezeichnet demnach den Weg, den man geht; dieser Weg führt zu einer immer größeren Annäherung an Gottes Art zu handeln».147 La puesta en práctica de unas determinadas pautas de comportamiento, inspira­

das por el propio mensaje veterotestamentario de la revelación, trazan la senda que conduce a la unión con la divinidad.

También en la esfera del budismo y del hinduismo aparece la metá­

fora del camino espiritual. En Los Upanishad se utiliza el término sáns­

crito de yana, camino, y más específicamente devayana,148 camino de los dioses, para hacer referencia a esa senda hacia la unión con brahman.

Por su parte, el budismo utiliza el término sánscrito de marga,149 dentro también del campo semántico de la senda y del camino, para expresar la metáfora de la práctica espiritual como un camino o un viaje. Asi­

mismo, de gran importancia en el budismo es el concepto del «noble camino óctuple», expresado por el propio Buda en su primer sermón de Benarés, a través del cual el peregrino llega a experimentar el cese

145 Henry Corbin, Avicena y el relato visionario, Barcelona 1995, 32.

146 Ibid.

147 Fromm, Ihr werdet sein (op. cit. 5, cap. 2), 183.

148 «From the Chandogya», en: The Upanishads, Londres 1965, 116, parte 4, xv.5.

149 Arabī, El esplendor (op. cit. 79, cap. 2), 48.

del dolor inherente a toda vida. En el caso de la tradición religiosa del sintoísmo de Japón, el término shintó del que deriva, se deja traducir, de igual manera, como el camino de los dioses.

Dentro de la poética del viaje, junto a la esquematización de la ruta se conciben las distintas estaciones con las que el místico va encontrán­

dose en su tránsito. Algunas de ellas se presentan a modo de morada o residencia en la que poder pararse y descubrir lo que allí ha de reve­

larse. Otras veces, sin embargo, como en el caso de la noche oscura de san Juan o en los nueve círculos del infierno de Dante, el gnóstico debe padecer y ser testigo de los peores castigos hasta poder abandonar aquel paraje y continuar en su senda.

Una de las metáforas más recurrentes para dar forma a estas esta­

ciones o paradas es la del castillo o la del palacio. A este respecto, en la mística cabalística adquiere una gran importancia el relato en torno de merkabá,150 el carro del trono de Dios, que el iniciado podrá con­

templar al final de su viaje. Según la tradición basada en la visión del primer capítulo del libro de Ezequiel y en los escritos visionarios cono­

cidos como libros de Hékhalot que datan de los siglos iii al x, el místico deberá viajar atravesando murallas hasta llegar a los siete palacios con siete moradas cada uno, uno dentro del otro,151 como en el interior de una cebolla,152 hasta llegar a la contemplación del trono de Dios, situado en un carro de cristal suspendido en llamas en el firmamento y rodeado

150 Scholem, Die jüdische Mystik (op. cit. 1, cap. 2), 47.

151 Mircea Eliade/Ioan Petru Culianu, Handbuch der Religionen, Düsseldorf/Zúrich 1997, 190.152 El Zóhar, Barcelona 2017, 144, 3.ª parte, ii. 1.59. En este contexto resulta necesario apuntar que en la mística judía la distribución del espacio siempre se hace en siete partes.

Así se habla de siete firmamentos celestiales, provistos cada uno de escalafones jerárquicos para recibir las órdenes del Maestro, así como de siete tierras, una encima de otra, siendo las más superiores aquellas que reciben mayor luz. Adán, una vez expulsado del Paraíso, fue enviado a la tierra inferior sumida en las tinieblas, Eres. Poco a poco, según los descen­

dientes del primer hombre fueron expirando sus pecados, fueron ascendiendo de tierra en tierra, hasta que Set y su prole llegaron a la más elevada, Tevel, la de los justos, y la única en la que se come el pan divino. Cfr. El Zóhar (op. cit. 152, cap. 2), 147150, 3.ª parte, ii. 1:62.

De igual manera, junto a los siete palacios de la fe se encuentran los siete palacios de los ángeles y los correspondientes siete palacios del Satán.

de las figuras jayot (chayot),153 los cuatro seres antropomórficos de la visión de Ezequiel con cuatro caras y cuatro alas cada uno.

Siguiendo con la tradición mística judía, también en El Zóhar, publi­

cado en el siglo xiii por Moisés de León, se describen los siete palacios del Paraíso, siendo el último el más oculto de todos, pues «no tiene ni forma ni imagen ni puede ser concebido por la imaginación»154 y en donde el místico puede, al fin, disfrutar «el beso de Dios».

De forma análoga, en el libro místico islámico conocido como Nawádir,155 escrito en el siglo xvi supuestamente por Ahmad al­Qalyubi, se describen siete castillos concéntricos por los que se desplaza el alma del gnóstico, entrando en las distintas estancias, deleitándose con los tesoros que allí va encontrando y fortaleciéndose con las propiedades que estos le otorgan: la perla que mortifica el nivel sensorial, la esme­

ralda purificadora, la porcelana de la piedad, la roca de la gratitud y la aceptación del designio divino, el hierro de la obediencia total, la plata de la fe y el oro de la contemplación divina.156 En cada uno de estos castillos el alma va preparándose y adquiriendo el estado de perfección necesario para llegar al séptimo castillo, el más interior, en donde mora Alá y en donde podrá realizarse la unión extática.

Con gran probabilidad, como apunta Luce López Baralt, la descrip­

ción del alma como «un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas mora­

das»157 que hace santa Teresa de Ávila esté en gran medida influenciada

153 Ibid., 145, 3.ª parte, ii. 1.60. El término jayot, del hebreo, «criaturas vivientes», hace referencia en la mística judía a la categoría superior de ángeles que custodian el carro de Dios, merkabá. En la visión de Ezequiel se los describe como unos seres híbridos provistos de cuatro caras cada uno (de hombre, de león, de toro y de águila), así como de cuatro alas.

Cfr. Ezequiel 1:4­14, La Biblia Latinoamérica, Madrid 2005, 659. En el Apocalipsis se vuel­

ve a retomar la visión de las cuatro criaturas Jayot, pero, en esta ocasión, se trata de cua­

tro seres separados, equiparados a los cuatro evangelistas: Mateo como hombre, Marcos como león, Lucas como toro y Juan como águila. Lo interesante de la imagen que se trans­

mite en el Apocalipsis es que estos seres están plagados de ojos, lo que, como en el caso de Hildegard von Bingen, se corresponde con el desarrollo del órgano suprasensorial de la visio intellectualis. Cfr. Apocalipsis 4:6­8, ibid., 506.

154 El Zóhar (op. cit. 152, cap. 2), 160, 3.ª parte, ii, 1:66.

155 Luce López Baralt, «Simbología mística musulmana en San Juan de la Cruz y en Santa Teresa de Jesús», en: Nueva Revista de Filología Hispánica 1 (1981), 21­91.

156 Ibid., 85.

157 Santa Teresa, «Castillo interior» (op. cit. 87, cap. 2), 789, cap. 1.1.

por la tradición islámica que inspiró los texto de Nawádir, pero también por la imagen de los castillos concéntricos de El Zóhar, sin olvidar, claro está, la imaginería de los libros de caballería a los que la santa era tan aficionada, así como la mención a las moradas que aparece en la visión del evangelista Juan.158

En conclusión, resulta indiscutible que la metáfora del viaje es un referente en todas las tradiciones místicas para referirse al proceso de perfeccionamiento del alma hasta llegar a la morada del Otro, que se presenta aquí como el Paraíso original, la patria perdida y reganada o, como se ha visto, el castillo que se vuelve a conquistar tras el tiempo del exilio.

Para finalizar este apartado se dejarán aquí anotados los consejos que la beguina del siglo xiii, Hadewijch de Amberes, prodiga a todo aquel que se decida a emprender el viaje espiritual. Para la beguina, el fenómeno místico se entiende también como un éxodo en el que las almas cautivas, «exiliadas en su patria / bajo un poder extranjero, / vagan por el mundo errantes».159 Como se verá, el peregrino espiritual debe tomar las mismas precauciones que tomase un viajero común. De esta forma, la peregrinación divina no hace sino reproducir las mismas etapas y escollos que todo caminante ha de superar:

Nueve puntos se imponen al peregrino de largo caminar: Primero, que pregunte por el camino. Luego, que sepa elegir buena compañía. Tercero, que se guarde de los ladrones. Cuarto, que se guarde de comer demasiado.

Quinto, que se vista corto y bien ceñido. Sexto, que se incline al subir al monte. Séptimo, que se mantenga derechito al bajar. Octavo, que pida oraciones a la gente buena. Noveno, que le guste conversar de Dios.160

158 En efecto, esta referencia aparece ya desde el inicio de Las moradas, capítulo primero de la morada primera, donde se cita el texto de Juan: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones». Cfr. Evangelio de Juan 14:2, La Biblia Latinoamérica (op. cit. 153, cap. 2), 232.

159 Hadewijch de Amberes, El lenguaje del deseo, Madrid 1999, 70.

160 Id., Dios, amor y amante. Las cartas, Madrid 1986, carta xv.