• Keine Ergebnisse gefunden

I.IV Hipótesis y marco metodológico

2.4 Características discursivas de la literatura místicaliteratura mística

2.4.2 La metafísica de la luz

dad en el ojo, purificándolo y ahuyentando de él todo rastro de nebu­

losas. Finalmente, el propio órgano de percepción será, él mismo, una luz que crea luz.166

Esta transformación del contemplado en la luz contemplada también se reproduce en los himnos de Simeón el nuevo, teólogo de Bizancio de entre los siglos x y xi. Las composiciones místicas de Simeón fueron en su mayoría escritas en los últimos años de soledad en el exilio y des­

criben sin ambages la díada Dios­luz: «Dios es luz […]. Luego todo lo que viene de Dios es luz y se reparte sobre nosotros como venido de la luz».167 De igual manera que en la visión dionisíaca, la contemplación de la luz divina convierte al carismático, por irradiación, en un espejo reflectante.168 Y así, el portador de la luz reflejada acaba mezclando su naturaleza humana con la divina y se convierte en un «Dios que con­

templa a Dios».169

El mismo proceso de divinización como resultado del contacto con la luz sobrenatural se reproduce en la ya mencionada mística cabalística de merkabá. Aquí, partiendo del relato del Génesis,170 se describe cómo el patriarca Henoc, descendiente de Set y bisabuelo de Noé, llegó a la contemplación del esplendor del carro del trono de Dios, convirtién­

dose, tras ello, en el ángel Metatron, que bien podría significar aquel que está al lado del trono.171 La descripción de la transfiguración mística de Henoc es de sumo interés, ya que representa al detalle la forma en la que el cuerpo humano se convierte en una materia incandescente y lumi­

nosa capaz de irradiar la misma luz con la que ha sido incendiado. Así pues, se afirmará que la carne de Henoc se convirtió en una llama, sus venas en fuego y su globo ocular en chispas de fuego.172 En definitiva,

166 Areopagita, «Von den göttlichen Namen» (op. cit. 13, cap. i), 47­48, iv. 5.

167 Simeón el nuevo teólogo, «Discurso teológico III», en: Teresa Martínez Manzano (trad.), Plegarias de luz y resurrección, Madrid 2004, 57­58.

168 Benz, Die Vision (op. cit. 47, cap. 2), 334.

169 Ibid., 331.

170 La cita textual respecto a la transformación de Henoc es la siguiente: «Henoc andu­

vo con Dios hasta que Dios se lo llevó: sencillamente desapareció». Cfr. Génesis 5:24, La Biblia Latinoamérica (op. cit. 153, cap. 2), 11.

171 A este respecto, René Guénon apunta que, pese a la ambigüedad terminológica, es probable que Metatron provenga del caldeo mitra, que significa «lluvia» y que mantiene una cierta relación con el baño de «luz». Cfr. René Guénon, Le roi du monde, París 1958, 27.

172 Scholem, Die jüdische Mystik (op. cit. 1, cap. 2), 56­75.

la mirada de Dios prende fuego al que se expone ante él y lo convierte en su propia antorcha.173

De igual manera, aunque de una forma más sistematizada y ampliada, el sufismo iranio llegará a desarrollar una auténtica teosofía de la luz bajo los auspicios, sobre todo, del ya mencionado Sohravardí en su obra El libro de la sabiduría de la iluminación. Según este místico, la esencia divina se manifiesta en forma de luz repartida con mayor o menor intensidad por toda la creación. Atendiendo a este presupuesto, los seres más luminosos serán aquellos que están más cerca de la pureza original, xvarnah,174 mientras que aquellos que irradien menos claridad serán los que ocupan un puesto más alejado de la fuente primordial de Oriente.175 El alma, que es en esencia una entidad de luz, está llamada a iluminarse por completo, hasta los bordes de su capacidad, para así poder ejercer de luciérnaga que va propagando su luminiscencia por entre la oscuridad que le rodea. Esta misma imagen de un ser de luz que esclarece con su presencia las épocas de oscuridad se encontrará en la descripción que tanto Hannah Arendt como María Zambrano hacen de la figura del exiliado.

Pero volviendo a la metafísica luminosa de Sohravardí, todo mís­

tico, como ser de luz, es capaz, dependiendo de su grado de progreso espiritual, de percibir los distintos fotismos coloreados176 con los que se presenta la luz divina. De esta forma, la luz suprasensible no es unívoca ni se revela a todos por igual, sino que existe una progresión a través de la cual el órgano suprasensible del gnóstico se irá perfeccionando. Estas luces coloreadas son los «velos tenues»177 que envuelven las distintas

173 Teniendo en cuenta el sincretismo del que hace gala el místico sueco Emanuel Sweden­

borg en su prurito por modernizar La Biblia, no es de extrañar que los ángeles que le visitan tomen la forma del Metatron y sean descritos como ángeles de luz que irradian luz y calor de forma simultánea. Cfr. Emanuel Swedenborg, El Cielo y sus maravillas y el Infierno de cosas oídas y vistas, Madrid 1911, 15. 128.

174 Sihâboddîn Yahyâ Sohravardî, El encuentro con el ángel. Tres relatos visionarios comen-tados y anocomen-tados por Henry Corbin, Madrid 2002, 14.

175 También Emanuel Swedenborg describe las distintas sociedades del cielo en función de esta distribución de la luz recibida: «Es como la luz que desde el centro disminuye hacia la periferia; los que están hacia el centro están también en mayor luz; los que se hallan hacia la periferia, en menos y menos. Cfr. Swedenborg, El Cielo (op. cit. 173, cap. 2), 6. 43.

176 Henry Corbin, El hombre de luz en el sufismo iranio, Madrid 2000, 77.

177 Ibid., 137.

etapas del viaje místico y cuya coloración descubre el camino que toda­

vía le queda por recorrer al carismático. Así pues, las posibilidades iri­

discentes de Alá van del gris humo de la tiniebla, al azul vital, pasando por el rojo del corazón, el blanco de la supraconsciencia, el amarillo del espíritu, el negro de la noche luminosa, hasta llegar, por último, al verde brillante y esmeraldino, pues: «El color verde es el más apropiado al secreto del misterio de los misterios (o de lo suprasensible de todos los suprasensibles)».178

Esta gradación de los colores se plantea en los mismos términos que la modulación del brillo de la luz divina contemplada en la mística de Pseudo­Dionisio. Del gris ensombrecido al brillo del verde, el místico ha tenido tiempo para ir acostumbrándose a los distintos velos con los que se presenta el Otro antes de mostrar su verdadero color esencial.

Es importante hacer notar, sin embargo, que la luz divina solo es aprehensible mediante los sentidos suprasensibles. De igual forma, se trata de una iluminación intelectual que permite al místico la captación de un estado de realidad otrora vedado. De gran utilidad para diluci­

dar la naturaleza de la luz del Otro es la siguiente descripción que hace Emanuel Swedenborg, en el siglo xviii, de aquello que vio en uno de sus viajes al cielo:

El haber luz en los cielos no pueden comprender los que piensan sola­

mente por la naturaleza, siendo sin embargo así que en el cielo hay luz, y tanta que en muchos grados excede la luz de mediodía en el mundo. La he visto muy a menudo y también en sus fases de la tarde y la noche. Al principio me asombraba el oír decir a los ángeles que la luz del mundo es apenas más que sombra en comparación con la luz del cielo, pero habién­

dolo visto puedo testificarlo. Su fulgor y resplandor son tales que no se

178 Ibid. María Zambrano fue una gran conocedora de la doctrina de la luz sufí como se desprende de la paleta de estados luminosos por los que va pasando Antígona hasta conver­

tirse en una mujer de luz encaminada hacia la aurora, saliendo simbólicamente por Oriente.

El siguiente fragmento de «Delirio de Antígona» muestra los tornasoles que se crean en la luz que contempla la heroína: «Luz alada que desde las sombras asoma, claridad nacida del abismo como pálido verdor de la primavera, y entre la verde pelusa una flor azulada, una roja, amoratada amapola que los hombres no deben tocar». Cfr. Zambrano, La tumba (op. cit. 18, cap. i), 245.

pueden expresar. Las cosas que han sido vistas por mí en los cielos me han aparecido en esa luz, y por consiguiente más clara y distintamente que en el mundo.179

La descripción de la luz celeste que aquí se presenta tiene su base en su superioridad respecto a la luz del mundo. Podría decirse que, de forma apofática, la luz del cielo es, claramente, aquella que el ser humano, en un estado de consciencia adormecida, no es capaz de ver. Se presenta, así, la luz del mundo como una mera sombra de aquella verdadera y ori­

ginal, comparanza que remite, sin duda, a la ya utilizada por la sibila del Rin, Hildegard von Bingen, en referencia al «Schatten des Lebendigen Lichts».180 De igual manera, esta iluminación intelectual revela al sujeto verdades y misterios que entre las brumas de la luz del mundo dormi­

taban en su escondite.

Como conclusión, la mística se articula a modo de una metafísica de la luz que estudia los distintos grados de resplandor con los que el Abso­

luto se presenta al carismático haciendo de este, por participación, un reflejo del brillo desprendido. Sin embargo, no en todas las tradiciones místicas se concibe el incendio, la irradiación de la luz divina, como el momento cumbre de la unión trascendental. En el budismo, por ejemplo, el punto álgido de consciencia, nirvana, no se asocia ni con la contem­

plación de una luz superior ni con la trasfusión del material luminoso al contemplativo. Por el contrario, este término del sánscrito nirvana significa literalmente «no arder», «extinguir»: oponer resistencia a la llama. El deseo de cesación de todo aquello que arde en el alma del mís­

tico se asocia a la ausencia de todo lo que pueda provocar quemazón, dukkha, así como a la liberación de la rueda de samsara que perpetua­

rán el sufrimiento durante las continuas reencarnaciones.

179 Swedenborg, El Cielo (op. cit. 173, cap. 2), 15. 126.

180 Bingen, Briefwechsel (op. cit. 164, cap. 2), 226.