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El dolor y correspondencia con el espacio

4. Urgencia de un cuerpo en el Chile post golpe militar

5.5. LOS VIGILANTES (1994)

5.5.4. El dolor y correspondencia con el espacio

El dolor como signo se hace presente en varios pasajes del relato. La mayoría de las veces vinculado a un malestar orgánico de distinta índole, y no a un malestar anímico o espiritual.

Se concentra de la misma forma tanto en el cuerpo de la madre como del hijo, quienes dan cuenta de sus circunstancias en el espacio privativo de la casa y luego de la calle. Ambos sufren dolores a lo largo del texto. Además, de los momentos de dolor físico concreto, dos elementos que se reiteran a lo largo del relato son el hambre y el frío. Entonces nos detendremos en los momentos más significativos de dolor físico y analizaremos de igual modo, la imagen del hambre y del frío.

Paralelo a la escritura de la madre, el hijo desenvuelve su corporalidad en torno a extraños juegos y al intento de apego al cuerpo de la mujer, quien en la mayoría de las ocasiones lo rechaza o reacciona con total indiferencia. Ante la lógica de la escritura las cartas por parte de ella, el niño articula un juego corporal y una serie de balbuceos que dan cuenta de un pre-lenguaje y de una distancia con la lógica de la escritura. En esta dinámica las situaciones de malestar y de dolor físicas son reiteradas en ambos personajes.

En varios pasajes el niño se presenta reptando, mientras la madre se encuentra abocada a la escritura de sus cartas al padre. En un momento los movimientos agitados del niño desatan la ira de la Margarita, y lo golpea. Según el narrador en primera persona: “Me detengo y me agacho para mamá. Mamá me pega en mi cabeza de tonto. AAAAY, duele. Duele […] Hago un hoyito con el dedo en la tierra. Mamá me saca el dedo del hoyito y me tuerce la mano. La mano” (Eltit 2004: 36). Este golpe en la cabeza no tiene mayor eco y el niño continúa jugando pese a la mano torcida y a la cabeza adolorida, al modo de una dinámica normalizada por la rutina.

Más tarde, junto a la imagen del hambre aparece la risa incontrolable de la cual es víctima el niño. Hecho que no es tolerado por la mujer y le tapa la boca provocándole el vómito: “Me río del hambre de mamá con una risa opulenta. BAAAM, BAAAM, salta la risa de mi boca en la primera oscuridad que encuentro. Mamá corre a taparme la boca con su mano. Con su mano. AAGGG, me asfixio. Me asfixio y vomito en la mano de mamá” (Eltit 2004: 38-39).

Ante lo cual el niño reacciona con la intención de morderla: “le haré una herida con los poco dientes que tengo” (Eltit 2004: 39) dice. La asfixia y el vómito aparecen en el relato vinculados una situación de agresión entre la madre y el hijo. Ella decide tomarle la boca violentamente al niño ya que su risa no le permite concentrarse en la escritura de su carta, en

la cual debe rendir cuentas al padre. Entonces existe una tensión entre la presencia del padre tras el epistolario y la legitimación de la violencia en casa.

No sólo la madre le genera dolor al niño, él mismo en sus juegos se lastima: “Me lleno de saliva y de un poco risa que me queda. Risa. Me RRRR, raspo la cara. RRRR. Duele. Duele quizás la mejilla, la nariz y busco la mano de mamá para que me sobe. Me sobe. Mamá me limpia la mano en su falda y me mira” (Eltit 2004: 39).

La madre se narra a sí misma teniendo en cuenta una serie de descripciones físicas y momentos relativos a su propia proyección material. La escritura de las cartas es un hecho que la agota de manera particular y ello se ve reflejado en sus palabras en numerosas ocasiones. Este acto tiene en ella una clara repercusión física. Narra: “Mi mano tiembla mientras te escribo. Tiembla como si la atacara un huracán en medio de un despoblado”

(Eltit 2004: 63). Este temblor de manos se encuentra en correlato con la escritura y con el miedo que genera la presencia de este padre vigilante.

La percepción que la madre tiene de sí misma fluctúa en distintas dimensiones de su corporalidad, y un aspecto enfático se concentra en la visión de su cuerpo como un espacio discontinuo y apesadumbrado. Tiene conciencia de cada una de sus partes y funciones y sobre ello cuenta: “Lo que sucede a mi rodilla está conectado con la sincronía de mi hombro.

Algunas veces siento como si todos los fragmento de mi cuerpo complotaran para paralizarme y dejarme detenida de un instante al otro” (Eltit 2004: 96).

El dolor de Margarita está vinculado al acto de la escritura. Sus constantes misivas al padre le generan un desgaste físico notorio. Estas cartas son signos de la coartación y de la anulación de la libertad, no recaen sólo su psiquis, sino también sobre su cuerpo. Le duele

“el hombro derecho” por ejemplo, sobre lo que dice:

Me muevo, respiro, me yergo. Me muevo. Te escribo. Me ha dolido con una determinada insistencia el hueso más pequeño de mi hombro derecho. Este dolor afecta mi cadera y a mi mano derecha. Recibo pues una severa advertencia corporal.

Siento encima el malestar que me ocasiona el cuerpo agarrotado por la mala postura de la noche pasada (Eltit 2004: 113).

El “hombro” y la “mano” apesadumbrada aparecen como otros signos relacionados al trabajo diario de la escritura. Esta mano se encuentra adolorida comparada en este pasaje con la imagen de una mujer violentada: “Y mi mano se vuelve a mover lentamente (es un doloroso movimiento), a la manera de un espacio oscuro y estéril, un terreno erial en donde

dejan abandonada a una mujer sangrante que apenas percibe que sus agresores se alejan, pues gime perdida en la profundidad de sus pensamientos” (Eltit 2004: 114).

Además de su tormentosa relación con el padre por medio de las cartas, su nexo más fuerte es con el hijo dentro del espacio de la casa. Pero su presencia no está idealizada, y lejos de estarlo, el niño forma parte de la normativa represiva que la agobia. Recuerda en una de las cartas el momento del nacimiento y lo vincula a un dolor físico que la marcó para siempre:

“Traspasada ahora por un súbito dolor orgánico, mi memoria retrocede hacia el instante en que nació tu hijo. El instante en que nació era completamente desfavorable para mi cuerpo y tu hijo tuvo la enorme fortaleza de combatir el resquemor que recorría su organismo” (Eltit 2004: 114).

Francine Masiello (1996) piensa la maternidad de Los vigilantes como una reflexión inserta dentro del sistema neoliberal. Sobre ello señala que la novela: “es un análisis de cómo el arte literario se resiste al sistema neoliberal, y de cómo finalmente es vencido por éste […] Aquí no encontramos una idealización de la maternidad, ni se le concede un privilegio especial a la figura del niño, ni tiene lugar una exaltación de la familia latinoamericana. Por el contrario, el niño representa a un otro que amenaza el arte de la madre” (Masiello 1996:

162).

La madre experimenta un vuelco psicológico y físico cuando deja de escribir las cartas al padre del niño y huye de la casa junto al menor. Su pensamiento racional queda atrás y al liberarse tanto de la letra como del espacio de la casa, su cuerpo y su conciencia evolucionan a un sustrato irracional. El hijo es quien narra la huida y la reunión de ambos con los desamparados. En esta dinámica, el niño exalta una vez más la imagen física de la madre agredida por él mismo y cuenta: “La cadera de mamá está fría y asustada. Asustada. Mi boca que no habla se hiela […] Con los pocos dientes que tengo muerdo la cadera de mamá y RRRRR, rasguño su pierna. La rasguño pues ahora yo debo conducir a mamá hacia las hogueras para no ser aniquilados por el frío” (Eltit 2004: 133).

Por último, el frío y el hambre se apoderan del cuerpo materno en el espacio de la calle, signo del total desamparo de un sistema social fracasado y de relaciones domésticas viciadas por el abuso de poder patriarcal: “[…] mamá vomita de frío sobre mi pierna. Sobre mi pierna. El vómito le provoca hambre. Hambre” (Eltit 2004: 136). Margarita siente hambre de su propio vómito en el abandono de la calle, lugar que enlaza la libertad a la muerte. Su cuerpo se vuelve lento y repta, de la misma forma que el niño lo hacía al inicio del relato. El

niño consciente de su entorno y de la madre relata: “Mamá ya ha caído. No puede separarse de mi pierna. De mi pierna. Mamá se agarra de mi pierna con las pocas fuerzas que tiene”

(Eltit 2004: 137).

5.5.5. Apreciaciones finales

Los cuerpos de la madre y del niño son los protagonistas del relato. Ambos están insertos en un espacio coartado, en constante convivencia y en conflictiva comunicación. Sus materialidades físicas descritas con detalle presentan características complejas, que los alejan de la normalidad. El niño con una despierta conciencia de la realidad y al mismo tiempo repta y ejecuta misteriosas gesticulaciones físicas que lo aproximan a la imagen de la monstruosidad; en tanto la madre es una reducida figura adolorida que permanece constantemente recluida y que experimenta cambios físicos perjudiciales hacia el final.

Los cuerpos de la madre y del hijo se definen en función al espacio de la casa, vale decir al espacio del encierro. Estos cuerpos están sitiados por la conciencia de una vigilancia externa y por la primacía de un orden patriarcal. La casa y las cartas destinadas al padre son los espacios del encierro dominantes que tienen en común la coartación del cuerpo y del pensamiento. La desolación los acosa en el encierro hasta el momento de la liberación: “[…]

el frio de la noche se vuelve asombrosamente tangible, arruinando mis piernas y mi espalda, lacerando hasta el último hueso de mi brazo” (Eltit 2004: 56).

En la casa reina una atmosfera sombría dominada por el frío y el temor, que son sentimientos reiterados a lo largo de toda la narración y que constituye un punto en común con los desamparados. Aislados del diálogo con el exterior que supere la descripción de la vigilancia de los vecinos y la invasión de la abuela, sólo serán libres hacia el final cuando con ello tengan que enfrentar, además, la muerte.

La salida de la casa y el abandono de la escritura son los actos de liberación y muerte que realizan los personajes, como ruptura con los espacios de represión y dominación del padre.

Madre e hijo se liberan físicamente del espacio reducido y de la vigilancia permanente; y del mismo modo se liberan de las cartas, del proyecto escritural como signo del encierro. El cuerpo textual, representado por las cartas ha fracasado y el espacio panóptico de la casa se ha roto.

La escritura desde un comienzo estuvo destinada al fracaso, lo señala la madre cuando anuncia en el comienzo “sólo quería ver morir sus palabras”, verlas agonizar en cada línea que escribía, pero sólo hacia el final del texto lo indica en aquel momento en que empieza su proceso de liberación, de escape y de naufragio. La escritura concebida como trampa de la cual sólo se puede escapar por medio del abandono o la muerte.

La dualidad del espacio reducido a la par con la coartación física se narra de manera casi lacónica en un texto breve que hace uso de estrategias literarias escasamente intrincada, pero que sin embargo desarrollan una narración compleja. Al mismo tiempo, la narración refleja cómo en los espacios domésticos están dominados por redes de control que pueden ser la asimilación de políticas externas más amplias, y que convierten la casa en el eslabón de una malla de poderes que se ejercen sobre el cuerpo físico y que tien como síntoma y como resultado el padecimiento orgánico.

En base a lo anterior establecemos como línea interpretativa dos premisas fundamentales. En primer lugar, que en Los vigilantes los personajes se encuentran encerrados en una estructura carcelaria panóptica, que consiste en dos esferas, la primera es la casa donde habitan, y la segunda son las cartas que escribe la madre, donde es el padre el ojo invisible que todo lo controla. En segundo lugar, que dicha situación de encierro moldea sus cuerpos y la comunicación física y psicológica entre ellos forzándolos a un dolor permanente. Este dolor físico sería entonces el signo de una dinámica de coartación doméstica, donde la madre y el hijo ocupan el lugar de la precariedad en el encierro.