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El cuerpo de la madre y sus repercusiones

4. Urgencia de un cuerpo en el Chile post golpe militar

5.2. EL CUARTO MUNDO (1988)

5.2.2. El cuerpo de la madre y sus repercusiones

La narración se inicia con la concepción de los mellizos, hecho que es narrado en primera persona por uno de ellos. Desde una primera instancia el texto nos introduce en la materialidad física de la madre en una situación de abuso. Ya en las primeras líneas se narra cómo la concepción es el resultado del ejercicio de la violencia por parte del padre sobre el cuerpo de una madre enferma:

El 7 de abril mi madre amaneció afiebrada. Sudorosa y extenuada entre las sábanas. Se acercó penosamente a mi padre, esperando de él algún tipo de asistencia. Mi padre de manera inexplicable y sin el menor escrúpulo, la tomó obligándola a secundarlo en sus caprichos […] La fiebre volvía extraordinariamente ingrávida a mi madre. Su cuerpo estaba librado al cansancio y a una laxitud exasperante. No hubo palabras (Eltit 2003:

13).

De esta forma, la presencia del padre es advertida como dominante y agresiva respecto de la figura de la mujer. La madre en contraposición a esta figura masculina se encuentra debilitada por la fiebre y distinto tipo de dolencias: “aquejada por fuertes dolores en todas las articulaciones […] Su cuerpo afiebrado temblaba convulso”. (Eltit 2003: 14).

La corporalidad materna está asociada a la existencia de un espacio líquido y cerrado que no es nombrado pero sí descrito, pero no por ello apartado del mundo exterior. Si bien el cuerpo de la madre es el centro temático de las descripciones, en algunos pasajes el mellizo es capaz de introducirse además en su psiquis: “[…] los sueños de mi madre, que se producían con gran frecuencia, rompían la ilusión. Sus sueños estaban formados por dos figuras asimétricas que terminaban por fundirse como dos torres, dos panteras, dos ancianos, dos caminos” (Eltit 2003: 15).

El útero más allá de su caracterización netamente orgánica, da también lugar a otros alcances;

y en su desmitificación como lugar idílico, se presenta además como espacio de gestación de enfrentamientos y de conflictos. El útero se configura como el primer lugar de discordia y de ejercicio del poder, y el nacimiento no es otra cosa que la continuidad de la hostilidad de la experiencia vital. El niño interpreta los gestos y rasgos de la hermana y de la madre, que permanece silenciosa en la primera parte de la narración. Su voz es portadora de una conciencia aguda que le permiten reconocer distintos aspectos de la realidad, y señala sobre el cuerpo de la madre:

Mi madre poseía un gran cuerpo amplio y elástico. Su caminar era rítmico y transmitía la impresión de salud y fortaleza. Fue tal vez lo inusual en su enfermedad lo que enardeció genitalmente a mi padre, cuando la vio, por primera vez, indefensa y disminuida, ya no como cuerpo enemigo sino como una masa cautiva y dócil (Eltit 2003: 16-17).

En el espacio del útero narrado existe la disputa y el hostigamiento, manifestados por el narrador respecto del padre y de la presencia latente de una hermana abusadora. Bernardita Llanos indica al respecto que: “En esta narrativa la familia y el sujeto femenino y masculino

se muestran en situación de conflicto y hostigamiento, sometidos a una red cultural que restringe las formas de participación y agencia democrática” (Llanos 2006: 104).

María Chipia toma conciencia antes del nacimiento de que existe una distancia afectuosa con la madre, quien según él piensa, le teme. Y asume a partir de allí la desconfianza. Por lo cual las tensiones se hacen extensivas no sólo entre hermanos, sino también con los padres:

De modo misterioso había levantado una barrera ante mí, lo que me hirió profundamente, llenándome de inseguridades. Pero pronto me serené, cuando comprendí que ella me tenía pánico […] Mi madre me temía y eso la obligaba a extender una oscuridad confusa entre nosotros, y sólo en mi hermana liberaba su verdadero ser (Eltit 2003: 19).

En un punto de la narración el nacimiento se vuelve inminente e inevitablemente doloroso para la madre. Su cuerpo y sus sensaciones descritas en detalle, dan cuenta de las aflicciones físicas y psicológicas del personaje en el momento del alumbramiento. Sobre ello, dice el narrador:

Nuestros cuerpos empezaron a sufrir […] Mi madre pensaba en la muerte. Su propio dolor le prevenía una catástrofe […] Pensaba en la muerte como el destino final de su empresa biológica […] la carne que tanto la había atormentado pagaba por sí misma las faltas (Eltit 2003: 26).

El espacio hostil del útero es cambiado por el espacio de la casa luego del nacimiento. En dicho proceso, nombrado por el narrador como su “primera experiencia límite” (Eltit 2003: 27), la melliza tiene nuevamente un rol protagónico. Y se reitera un último contacto directo de los nonatos con la madre a través de la experiencia de la sangre:

Tuvimos nuestra primera experiencia límite. Quedamos inmóviles rodeados por las aguas. Mi hermana sufría todo mi peso y hacía desesperados esfuerzos por soportarme […] Se despertó en nosotros un enconado sentimiento de supervivencia.

Instintivamente mi hermana inició la huída ubicando su cabeza en la entrada del túnel.

Hubo una tormenta orgánica, una revuelta celular. Todas las redes fisiológicas de mi madre entraron en estado de alerta ante el hilo de sangre que corría lubricando la salida (Eltit 2003: 27).

Todas las experiencias físicas son violentas desde la conciencia del sujeto, y se amplían y diversifican con el nacimiento. Así también, el narrador describe como una experiencia violenta y abismante el momento de la separación física de la madre: “Las manos que me tomaron y me tiraron hacia afuera fueron las mismas que me acuchillaron rompiendo la carne que me unía a mi madre” (Eltit 2003: 28). Ésta sería una imagen de lo abyecto, si potenciamos

una definición de Julia Kristeva (2004) que apela a la expulsión y al horror como experiencias asimilables desde lo físico80.

La pareja de mellizos sabe quiénes son y cómo piensan sus padres. Los juzgan, y los desprecian por sus defectos y tendencias al abandono y a la muerte. Juegan y se mueven de manera incontrolable e infantil, y al mismo tiempo tienen total conciencia de la realidad que los circunda. María Chipia dice por ejemplo: “Mi madre se había encontrado en sucesivas ocasiones con mi padre, doblegándose humilde y sin placer a sus deberes nupciales” (Eltit 2003: 42).

La madre tiene una actitud ambivalente con los hijos, cuida de ellos con esmero, al igual que se maquilla y perfuma para el padre, pero se siente al mismo tiempo sometida a estas criaturas que ella misma ha dejado gestar en el vientre. En la enfermedad los cuida, pero en momentos de tranquilidad quiere huir, y los niños en su percepción aguda tienen conciencia de ello.

Ella soñaba con otra vida que sobrepasara la opacidad de la condición que mi padre le había obligado a asumir. Mirando a María de Alava su horror se duplicó al verla con la cara descompuesta por el hambre […] Palpó sus pechos hinchados, aparentándolos […] El olor de su propia leche le causó nauseas y no pudo acercar su pezón a la boca de la desdentada niña, que se abría como una oscura y mítica caverna (Eltit 2003: 45).

La madre tiene evidentemente un conflicto con su cuerpo reducido a la maternidad y la presencia de los niños. A ello se suma la lupa panóptica del padre, quien además de ejercer poder sobre la madre intenta también definir el destino de los hijos, cuadro que se traduce en la representación de un núcleo familiar conflictivo. Según Mary Green: “La madre encarna el locus de lo reprimido culturalmente, y también la disidencia: es la irrupción de su deseo reprimido lo que incita a la disolución de la familia y de la autoridad paternal […]” (Green 2009: 106). Con ello Mary Green intenta sintetizar su visión del cuerpo de la madre como un espacio de conflicto. Agrega refiriéndose específicamente a la maternidad, al patriarcado y a su eventual desestabilización: “Eltit probes the changed symbolism of the patriarchal version

80 La filósofa y teórica literaria búlgara Julia Kristeva define la expulsión de lo considerado abyecto como una condición necesaria para la formación sexual, psíquica y social de la identidad. Es decir, el niño para su proceso de formación debe dejar atrás a la madre y aprender a rechazar sus propios fluidos físicos (Mandel 2013). La autora reconoce tres categorías de lo abyecto: comida y residuos (oral); desechos corporales (anal); y signos de la diferencia sexual (genital). Esta experiencia está sujeta a lo íntimo y a la subjetividad de cada contexto socio-cultural; y es vinculable a las artes y a la literatura en tanto estas sean capaces de producir una inquietud colindante con la repulsión, puesto que lo abyecto define aquel proceso de atracción que se sufre ante lo desconocido, y que provoca una pulsación entre el deseo y el rechazo (Kristeva 2006).

of the maternal function in Chile to destabilize and dismantle dominant definitions of motherhood, sexuality and gender” (Green 2007: 7).

El único momento en que la madre desestabiliza su posición ante el padre y ante la familia es cuando engaña al padre con un amante. Horrorizados y avergonzados los niños observan y el narrador describe los sueños y desvaríos eróticos de la madre. “Mi madre cometió adulterio.

El adulterio de mi madre derribó con un empujón brutal a toda la familia […] Esta vez un conquistador de carne y hueso había forzado la entrada, y mi madre se entregó con él a la lujuria bajo el techo de la casa (Eltit 2003: 98).

Los niños observan el cuadro erótico en actitud despectiva donde el rol protagónico lo tiene una vez más la materialidad física de la madre que se encuentra abierta a un nuevo sentido y significado. “Permanecimos frecuentemente ovillados y apoyados en los muros para evadir una definitiva masacre mental. Sentíamos que la dimensión del delito se había acentuado […]

La vergüenza de mi madre se había instalado en su piel cetrina y supurante (Eltit 2003: 103).