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4. Urgencia de un cuerpo en el Chile post golpe militar

5.2. EL CUARTO MUNDO (1988)

5.2.3. Los cuerpos de los mellizos

Los cuerpos de los niños son descritos en un comienzo poniendo énfasis en su pequeñez y fragilidad por su inexorable dependencia respecto de la madre: “Éramos apenas larvas llevadas por el agua, manejadas por dos cordones que conseguían mantenernos en espacios casi autónomos” (Eltit 2003: 15). Sin embargo, en la medida en que avanza el relato se van mostrando como poderosas presencias en pugna, transgresoras y capaces de ejercer fuerzas y violencias.

Al mellizo desde un inicio le parece hostil y agobiante la presencia del cuerpo de su hermana junto a él, por ello la rechaza y la evita pese a que deben compartir el espacio vital de forma ineludible. En vano, él evade su contacto de manera constante, pero éste se vuelve imposible de evitar con el crecimiento de los fetos.

Hastiado de su persecución, permití que se me acercara. Con el roce estalló el fragor de su envidia […] Pudo ser al tercer o cuarto roce, cuando sentí uno de sus conocidos temblores. Era un temblor de tal magnitud que las aguas me lanzaron contra las paredes […] Mi hermana se quedó súbitamente inmóvil, extrañamente apacible, y allí, teniéndome acorralado, realizó su primer juego conmigo (Eltit 2003: 23).

En esta primera aproximación sexual se manifiesta la primera forma de violencia y dominio por parte de la melliza. Imagen transgresora si la insertamos en la lógica de lo femenino

tradicionalmente concebido como sumiso y físicamente más débil. Contrario a ello, la nonata es aquí la abusadora, y el mellizo es la víctima de la agresión que permanece inmóvil ante el ataque. Con esta situación se invierte parcialmente el rol de los padres, quienes como ya señalamos con anterioridad, responden al moldeamiento de lo femenino y lo masculino en términos convencionales.

Las conciencias de los mellizos son despiertas y agudas, por lo tanto su relación con el mundo estará llena de detalles en su gran mayoría complejos y conflictivos. Son sujetos que no tienen una edad clara, a pesar de determinar de manera explícita el narrador qué edad tiene cada uno, ésta no se corresponde con sus pensamientos. La intimidad en que han crecido ha hermanado sus cuerpos pero al mismo tiempo los ha puesto en conflicto, y se mueven en la constante ambivalencia de esa relación tortuosa:

Mi hermana se solazaba en su pulcritud. Se entrenaba para transferir su propio goce al otro y así gozar ella misma. Hecha para la mirada violentaba su cuerpo hacia la perfección estética y vacua […] Pero su actitud emanaba también del terror. Una parte de ella creía que el otro, cualquier otro, incluso mi madre, se preparaba para atacarla y destruirla. Imaginaba la ceguera y la mutilación. Primigenias fantasías de tortura (Eltit 2003: 31).

Luego del nacimiento, diversas enfermedades los azotan en distinta edades, a las que sobreviven gracias a los cuidados maternales. Pese a estas atenciones maternas sus conciencias del cuerpo y la somatización de sus temores los conducen siempre a padecimientos radicales que en la mayoría de los casos los rozan con la muerte. En uno de los cuadros de enfermedad el niño relata:

Enlacé mis dedos a los de mi hermana y me acurruqué contra ella, gimiendo. Todo giraba a mi alrededor, difuso y vertiginoso, hasta mi propio cuerpo me parecía ajeno.

Era la fiebre […] no era simétrica al dolor sino a una extraña suspensión en la que todo, a la vez que posible, era también improbable. Los objetos huían y, a la par, se fijaban desorbitadamente materiales (Eltit 2003: 35).

Los hermanos mellizos son los únicos hijos de la familia hasta los tres años, momento en el cual una nueva integrante llega. Sin planearlo y de forma sorpresiva sus padres tienen a una hija menor que llega a interrumpir la comunión parcial que han logrado luego de constantes conflictos. María de Alava, la hermana menor, es percibida de manera hostil desde un primer instante por sus hermanos. El narrador dice: “Prefiero olvidar el nacimiento de la niña. María de Alava fue desde la cuna un ser insoportable. Cuando nos obligaron a mirarla, vimos en su

pequeñez enrojecida la crispación de su mal carácter y la pesadez de su futura silueta” (Eltit 2003: 44).

La conciencia de sí mismos y la emocionalidad condicionan los cuerpos de los protagonistas en todo momento, ya que no existen pasajes donde se manifieste una condición distinta; y además de ello determinan, igualmente, sus primeros años de vida. A los cinco años, el niño apela a su cuerpo apesadumbrado y a un universo, desde ya, lastimado:

¿En qué momento se abrió una fisura en mí? Empecé a ver el mundo partido en dos amenazando tragarme en sus intersticios. Todo estaba totalmente escindido, con los bordes abiertos hacia un abismo […] me hundía cada día más en mi doloroso estado, llegando a temer permanentemente por la integridad de mi cuerpo […] A los cinco años sentía que el universo lastimado me azotaba con los ganchos de su deterioro (Eltit 2003: 46-47).

El lenguaje narrativo del sujeto en primera persona se escapa de la condición de su propia naturaleza infantil y en cambio, da cuenta de una especie de conciencia del horror físico y de una crisis institucional familiar. Como indica Rubí Carreño “la constante de Eltit es poner el dedo en la llaga, poniendo en crisis el Estado, la familia y el cuerpo en toda su amplitud social” (Carreño 2009: 83).

En la segunda parte del relato la niña es la narradora y su voz no difiere de la de su hermano ni en estilo ni en la forma en que ve el mundo. Podríamos decir, sin embargo, que la conciencia de ella, es todavía más aguda y abismante que la del niño. Ella en su conciencia del mundo es capaz de exponer ideas violentas en un juego perverso que en algo se parece al de la madre. Y por ejemplo, relata: “Sin rehuir la naturaleza humana, nuestros cuerpos gesticulaban el odio y la envidia, la lujuria y la corrupción, con el mismo énfasis que el asombro ante el nacimiento de una especie” (Eltit 2003: 84).

El contacto físico define y delimita el cuerpo de los hermanos en una relación ambivalente;

los define como hermanos mellizos y al mismo tiempo los vuelve ambiguos e irónicamente imprecisos. Sus figuras se travisten y se tornan cada vez más inciertas con el desarrollo del relato. Los roles familiares se transgreden con un inminente incesto y con ello se genera una pérdida parcial de identidades:

Mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió en virgen. Como una virgen me anunció la escena del parto. Me la anunció. Me la anunció. Me la proclamó […] Ocurrió una extraña fecundación en la pieza cuando el resto seminal escurrió fuera del borde y sentí como látigo su desecho (Eltit 2003: 107).

El incesto es un tópico que había estado presente desde antes del nacimiento entre los hermanos, y lo sigue siendo después de su alumbramiento. La ambigüedad corporal se configura en la medida en que los cuerpos y los nombres se travisten para dar lugar a figuras imprecisas, donde el sexo hace posible una transgresión capaz de poner en tela de juicio los vínculos de parentesco y, con ello, deformar la imagen familiar.

El incesto reafirma la ambigüedad física y psicológica, y garantiza con ello un oscurecimiento de los roles familiares. Entonces más hay una crisis del concepto de familia y de quiénes son los que tienen conciencia de ello. La voz de la hermana es determinante cuando señala su hastío y dice: “Me siento cercada por cuerpos prófugos que antagonizan la cárcel del origen.

Me siento herida por cuerpos que han capitulado las condiciones de sus derrotas. Me siento indignada de tener un cuerpo” (Eltit 2003: 134).