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4. Urgencia de un cuerpo en el Chile post golpe militar

5.3. VACA SAGRADA (1991)

5.3.3. El dolor y la nostalgia

El dolor aparece a lo largo de toda la narración con un valor ambivalente. “No hubo dolor” es una frase que se repite; y a la vez, los episodios de dolor físico son persistentes. Recordando por ejemplo una escena de su infancia en la cual se caía sobre vidrios que la lastimaban,

Francisca dice: “No hubo dolor, sí la certeza de la carne abierta, la visión de los vidrios cortantes, la dimensión del terreno que me había amenazado” (Eltit 1991: 43).

A nuestro juicio el dolor físico se concentra en la corporalidad de Francisca Lombardo, cuerpo sobre el cual se concentra toda la trama de la historia. El tipo de dolor que ella experimenta en distintos momentos está vinculado a su condición de sujeto subversivo y a la sensación de pérdida como signos de desintegración y desbaratamiento de núcleos sociales y humanos en un espacio que arrastra los signos de la coartación y de la desaparición. Y del mismo modo en que ella se perfila, lo hacen los otros personajes y narradores, vale decir a través del padecimiento y del deseo.

La falta de sueño y músculos adoloridos son los signos del extrañamiento y la desazón de Francisca. Su cuerpo sufre un total deterioro y se entrega a un proceso de desintegración donde se ponen en crisis distintos aspectos de su realidad, como por ejemplo la ciudad ahora concebida como un espacio incierto y al borde de la fragmentación:

En ese tiempo inicié el aprendizaje de dormir poco, tan poco que me saltaban todos los músculos de mi cuerpo. Es que era mi sueño o las muertes. Pensaba que si me quedaba dormida, ellos se iban a morir en forma masiva. Sufría una especie de desintegración, sentía que la ciudad podía explotar por todas partes (Eltit 1991: 51).

En las escenas del pasado reinadas por la presencia de Sergio y su obsesión por la protagonista, aparecen algunas descripciones de ella en las cuales se vincula a la imagen del deseo y al dolor. Por ejemplo, al regreso de un período de vacaciones donde Sergio finalmente la encuentra luego de haberla añorado, ella le parece tormentosamente ajena por el hecho de haber conocido en aquel tiempo a otro hombre. El narrador describe así la visión de Sergio:

“Miró atentamente la figura que caminaba delante de sus ojos y pudo extraer el miedo enredado entre los huesos de Francisca, trazando una fina línea de dolor a lo largo de su delgado esqueleto” (Eltit 1991: 63-64).

La visión de Sergio marca el perfil de Francisca en los años de adolescencia en una relación de odio y de deseo siempre latentes. La percepción idealizada del cuerpo de ella cambia cuando sabe que ha estado con otro hombre, sombra que lo persigue por largo tiempo con la certeza de una inevitable pérdida y dice por ejemplo: “(Su cuerpo perdió completamente la forma. Se transformó en una carne sin asidero, una carne desperdigada que yo hube de atender a lo largo de las noches en medio de su increíble dolor […]” (Eltit 1991: 64).

En el tiempo presente donde la narradora es la protagonista, las escenas del dolor siguen estando presentes. En un instante del relato absorbida por el deseo erótico, narra sus padecimientos físicos relacionados a ese mismo placer: “Me duelen los dedos, mis dedos en la boca, la vacía belleza de mi herida […] Tú te niegas a soltar el dinero, no quieres pagar por mis dolores. Me sacas en cara el abuso de los calmantes” (Eltit 1991: 103-104). Y a veces este dolor muestra su carácter permanente: “Siento un permanente dolor, miedo, una hambruna insaciable me devora” (Eltit 1991: 112). La “herida” es aquí una metáfora del sexo femenino, imagen con la que el sexo es concebido como una lesión, es decir como una desprogramación dolorosa de la corporalidad femenina.

Siguiendo esta dinámica en la vida de Francisca, hay un momento específico de la narración donde se une la realidad del lenguaje a la experiencia física como consecuencia directa.

Ocurre en un pasaje en el cual Francisca se siente violentada por las palabras de Manuel, las cuales no se relatan. Sólo nos enteramos por voz del narrador: “Esta vez había resultado doloroso. Sus palabras habían logrado que le dolieran los huesos. Sintió que se le venía encima un intenso y despiadado dolor en los huesos. Permaneció casi doblada esperando que él se distrajera para sanar así de su repentina enfermedad” (Eltit 1991: 160).

Una imagen constante unida al deseo es la muerte, como condición de lo humano inevitable y asimilada como un peligro permanente. Narra por ejemplo Francisca, su percepción del romance entre Ana y Sergio: “Un deseo excedido, una fuerza que giraba locamente hacia múltiples direcciones. Allí, como nunca antes, pude empaparme del dilema de los cuerpos, entender la magnífica y dolorosa expiación de lo humano, quiero decir, el signo finito de la peligrosa muerte del deseo” (Eltit 1991: 176).

Francisca se define en varios momentos de la historia como una trabajadora asalariada, condición que asume como problemática y, por lo tanto, como parte de sus padecimientos delatando con ello una arista social del dolor que padece. Cuenta sobre ello cuando se dirige a Sergio para reprocharle su intención de volver al Sur:

Siento un permanente dolor, miedo, una hambruna insaciable me devora. ¿Te das cuenta de que no puedo levantar cabeza? No me dejan, ni tú. Derribada por mi paga no logro avenirme a ningún oficio. Los despidos se suceden por todas partes [...] Soy ya la copia de una asalariada por estar pensando en sus temblores en vez de iniciar una marcha para impugnar el desajuste de mi paga […] Te irás de todas formas, ¿Por qué no habrías de hacerlo? (Eltit 1991: 112-113).

El cuerpo de Francisca permanece; en tanto, el de su compañero, se ve destinado a la desaparición, pero no así al olvido. Estamos ante un relato de la nostalgia gatillada por el deseo físico y por la necesidad del cuerpo de otro, que resultó alcanzable en algún momento a través del rito de la sangre menstrual, pero que termina por difuminarse en un pasaje desconocido y lejano a la ciudad. Luego de su partida al Sur, ella relata cómo lo imagina:

Manuel se enfrentaba en el Sur con una desintegración masiva. Agredido hasta el límite por la intensidad del frío, debí soportar sus estertores en la noche, esa noche en que un insoportable dolor en mi costado llevó hasta el borde de la paralización una de mis piernas. Aterrada, comprendí que se trataba de un dolor preconcebido cuya presión me estaba derribando. Manuel se había apoderado de mi porvenir orgánico y de mi mente (Eltit 1991: 121).

El cuerpo de Francisca, si bien no está destinado a la desaparición, se siente siempre cercano a la muerte y, además de ello, al sentido de la desintegración. Miedos y sensaciones que son resultado de su ajenidad respecto al espacio de la ciudad y su nostalgia de Manuel que ha partido, vale decir a la pérdida como condición ineludible.

5.3.4. Apreciaciones finales

El cuerpo de Francisca Lombardo es un lugar de confrontación de pulsiones humanas y de signos políticos. Ambos elementos convergen en un sujeto intrincado y subversivo, en tanto a la concepción tradicional de mujer a comienzos de la década de los 90, período en el cual la novela fue publicada. El dolor como signo persistente se posiciona en su figura física como reflejo de la precariedad de las relaciones humanas en un espacio hostil y como parte de un medio social desarticulado donde los personajes transitan, la ciudad postdictatorial. Los cuerpos están sometidos al padecimiento, en el caso de Francisca, sujeta a sus deseos y añoranzas en el espacio de la pérdida y la precariedad; y en el caso de Manuel, su figura está enlazada a la nostalgia y a la desaparición. Así, el cuerpo de Francisca permanece, el de Manuel se pierde y los demás personajes tienen una existencia fugaz.

Vaca sagrada se detiene y describe la complejidad del cuerpo femenino en el contacto con el otro, a partir de sus fluidos, y la narración se enlaza a este vínculo indisoluble de la mujer con su sangre. Además, la historia recrea una ambivalencia entre la verdad, mentira y los recuerdos nostálgicos, sustratos de algo que se va perdiendo a medida que avanza la historia de los personajes, en una especie de disolución paulatina de las historias, de cuerpos y relaciones que nunca fueron como se plantearon inicialmente. Por lo tanto, lo único cierto

para ser la posibilidad inasible y compleja del cuerpo femenino para alcanzar al otro por medio de la sangre, generando un continuum que va más allá del cuerpo físico y de la memoria misma.

La representación de lo femenino se lleva a cabo por medio de la corporalidad. Francisca subvierte los signos del cuerpo por medio del desencadenamiento de su erótica vinculada al dolor. Estos signos no corren paralelos en su significado, sino que están vinculados. Ella es la opuesta a los dictámenes institucionales y a la tradición, ya que la sangre es símbolo de sexualidad y de infecundidad.

En cuanto al vínculo del los cuerpos con el espacio, se construye una imagen de la desintegración por medio de una ciudad oscura y desolada, a la cual los personajes no creen pertenecer. Sus calles que no conducen a ningún lugar y los cuerpos pierden aquí sus formas como figuras espectrales. Antes la negación de la vida en las calles de la ciudad, Francisca desenvuelve todas sus pasiones en una lucha que parece tener como contrapartida la muerte.

El Sur y específicamente Pucatrihue constituyen una ficción creada por la nostalgia en la memoria de Manuel y se contrapone a la ciudad sitiada que habita Francisca. Sin embargo, el Sur idealizado no se corresponde con la realidad, y finalmente se transforma en un lugar de confinamiento y de desaparición de cuerpos. El sentido de pérdida se materializa con la desaparición de Manuel, con la certeza de la no pertenencia a la ciudad y el desvanecimiento del Sur como lugar ideal. Las relaciones amorosas están del mismo modo condenadas a abruptos términos dejando a los amantes atrás con la certeza de la soledad en un espacio hostil.