• Keine Ergebnisse gefunden

Sedición y derrota de la Unidad Popular

Im Dokument Violencia y representación. (Seite 38-41)

1.2. Estado, autoritarismo y fragmentación social

1.2.3. Sedición y derrota de la Unidad Popular

Como ya se ha descrito, la crisis sistémica que concluirá con la interrupción del orden democrático el 11 de septiembre de 1973 se explica a partir de la misma cualidad impugnadora del sistema social y geopolítico de la que fue portadora la experiencia chilena. Así y no obstante su limitante originaria dada la correlación de fuerzas parlamentarias adversas a la hora de emprender constitucionalmente el Programa, el proyecto se revela capaz de cuestionar la inmunidad del status quo de la propiedad privada avanzando hacia una economía planificada en aras de su redistribución social. Despliegue que implicaría infringir los intereses del gran empresariado nacional y de los capitales transnacionales, fundamentalmente tal como se corrobora con el hito de la nacionalización del inconmensurable recurso del cobre en detrimento de la Anaconda Company el 11 de julio de 1971 (el entonces llamado Día de la Dignidad Nacional). En efecto, «[e]l conjunto de los intereses afectados por el gobierno popular determinó la emergencia de un bloque insurreccional de amplio espectro, que incluía a empresarios liberales, políticos conservadores, nacionalistas de ultraderecha y sectores de centro» (Valdivia: 2006, 50). A su vez la experiencia chilena se desarrolla condicionada por el orden geopolítico y paradigma político de la Guerra Fría, condición bajo la cual ésta fue interpretada en razón de la doctrina de la seguridad nacional asumida por la administración Nixon, como potencialmente disruptura, en tanto su consolidación refrendaría la viabilidad, en la misma esfera de influencias de los Estados Unidos, de alternativas reales a la contradicción, instalada como sistémica e ineluctable, entre socialismo y democracia. Un proyecto, por lo tanto, cuyo impacto simbólico y geopolítico hacia preciso movilizar cuantiosos recursos financieros y de inteligencia, primero para impedir el ascenso de la Unidad Popular al Estado, y una vez fracasado este objetivo, para propiciar su desestabilización e interrupción constitucional, o en su defecto, el alzamiento militar. En la lectura de Hurtado:

[e]l interés norteamericano en la democracia chilena [...] no puede comprenderse exclusivamente como la manifestación táctica de una estrategia exclusivamente orientada a la preservación de intereses nacionales estrechamente definidos y comprendidos. Así como Nixon y Kissinger ignoraron por completo la realidad

chilena en sus intentos por impedir el desarrollo de un proceso constitucional por los peligros que este podía implicar para el interés norteamericano [...], muchos otros actores de la política exterior norteamericana –los hombres de la Alianza para el Progreso, el embajador Korry, la mayoría de los funcionarios diplomáticos de carrera con alguna vinculación a nuestro país e incluso la opinión pública interesada en América Latina– albergaban la genuina convicción de que la democracia chilena era un ejemplo excepcional dentro del escenario regional y, por lo tanto, era preciso protegerla de lo que se consideraba su peor amenaza: la izquierda revolucionaria. Esta convicción, más aún, coincidía con la idea sobre la democracia chilena que muchos actores nacionales tenían. Por lo mismo, la democracia chilena ofreció un espacio de convergencia amplio para los adversarios de la izquierda revolucionaria, esto es, los partidos políticos chilenos de inspiración liberal –especialmente la Democracia Cristiana– y los agentes de la política exterior norteamericana destacados en Chile (2016, s/p).

Indivisible de la insurrección interna e impracticable sin ésta, la política intervencionista supuso garantizar el financiamiento para la campaña comunicacional entablada por El Mercurio y los medios de prensa controlados por la familia Edwards a fin de agudizar el clima opositor a la Unidad Popular. Situación a la que suman las acciones de sedición gremial cuyo máximo hito fue la gran huelga patronal de camioneros desde el 9 de octubre al 5 de noviembre de 1972, entre otras acciones orientadas a un plan mayor de boicot y desabastecimiento de insumos vitales para la población y las faenas productivas. Se trata ya del pleno de un escenario de crisis en el cual se incorpora, incluso, la presencia de grupos paramilitares de extrema derecha, fundamentalmente el Frente Nacionalista Patria y Libertad (FNPL), cuya acción se manifestó mediante operaciones de protección y apoyo logístico a las huelgas patronales, así como en una serie sabotajes y atentados de corte abiertamente terrorista y desestabilizador. De esta forma, entre su hitos, se registra el asesinato del edecán naval Arturo Araya Peeters, perpetrado, a su vez, en coordinación con el Comando Rolando Matus (CRM) y elementos golpistas pertenecientes al Servicio de Inteligencia Naval (SIN) la medianoche del 26 al 27 de julio de 1973. Crimen que, en lo inmediato fue exhibido por los medios de la prensa sedicionista, como perpetrado por elementos radicalizados entre los adeptos al Gobierno Popular y con el cual se registró un de los mayores impactos del proceso desestabilizador ampliamente documentado por investigaciones periodísticas, judiciales y académicas ulteriores.

Necesariamente la dimensión de las fuerzas movilizadas en pos de la interrupción del proceso chileno forzó una radicalización de importantes sectores situados en su defensa, lo cual se expresará mediante la emergencia de una suma de prácticas que expresaron la presencia efectiva de instancias del Poder Popular que desbordaron el margen gubernamental del proyecto, propiciándose lo que en la práctica será una «dualidad del poder» (Bizé: 2012, 20-21). Así mientras en lo inmediato ante la urgencia de enfrentar el desabastecimiento desde la centralidad estatal se definirán contramedidas como la creación de las Juntas de Abastecimiento Popular y otras, por su margen exterior emergerán

construcciones de poder alternas como los Almacenes del pueblo y los Comandos comunales.

Instancias a las que se agregaron aquellas que asumirán la tesis de la agudización los Cordones Industriales, expropiaciones populares realizadas por las organizaciones sindicales territoriales destinadas a la autogestión y coordinación de empresas y fábricas en pos de aumentar la producción y ejercer una defensa efectiva del proyecto (Leiva: 2004, s/p). Pero con cuya acción a la vez que se agudiza la polarización, sobrepasando y así estrechando así el cada vez más exiguo margen de gobernabilidad que fundamenta la tesis de la Vía chilena, se devela la presencia del llamado

«empate catastrófico» entre la tesis oficialista y la de la radicalización del proceso representada por el MIR, sectores del socialismo y por los distintos empoderamientos directos sobre los territorios identificados con las praxis del Poder Popular (Moulian: 2010). Y con esto, de los efectos de la

«dialéctica no resuelta entre reforma y revolución» (Grez: 2004, 185), contradicción fundacional y luego irresolución cuyos fundamentos se acusan en torno al «carácter objetivo» en que se produce la dinámica de la dependencia en la estructura de clases chilena, y en consecuencia, respecto a la definición de una «política de alianzas» pertinente para su superación. En su grado más extremo esto se expresó en la postura asumida por el MIR, que desde un principio opto por excluirse de participar oficialmente de la coalición política de Unidad Popular, privilegiando la defensa del proceso en base a la tesis de la «agudización» y la «acción directa» (Farías: 2000, 7-25).

De esta forma, a la vez que la opción constitucional se revela impotente para enfrentar las fuerzas de la sedición, la creación de expectativas de ruptura de la estructura de clases y de distribución del poder que excedieron las capacidades del sistema político para ejercer la transformación supuso un nuevo estadio de «violencia popular» (Salazar: 2006, 129-131), un «clima [...] de diabolización recíproca del adversario (totalitario/fascista)» (Moulian: 1997, 164). Un escenario que se tradujo la exacerbación de las divergencias internas que tornaron insostenible la defensa del Proyecto ante el calibre de la oposición articulada en su contra; y por el otro, en la radicalización del proceso generalizado de desestabilización, dando así espacio a la opción de la ruptura constitucional al interior del estamento militar, como vía de escape de la crisis. «[E]n síntesis», tal como plantea Valdivia, «en los momentos en que la gestación del golpe entró en su fase definitiva, la percepción de los oficiales era que la autoridad y disciplina sociales debían ser recuperadas, y la crisis económica debía ser revertida urgentemente, para lo cual se requería de un criterio menos político»

(2001, s/p). De esta forma y no obstante acontecimientos como la interrupción de la asonada del tanquetazo en junio, la instalación de altos mandos castrenses en el poder administrativo, el

trascendido, que nunca llegaría a oficializarse, de un llamado a plebiscito para dirimir la continuidad o cesión del proyecto, y las tentativas de pactar una salida política, finalmente denegada por la dirigencia de la Democracia Cristiana, las fuerzas golpistas al interior del ejército se impondrían sobre los sectores constitucionalistas, dando así lugar al definitivo asalto militar al poder del 11 de septiembre de 1973. Es la derrota del proyecto revolucionario chileno y así del proceso del nosotros que emplazó su simbólica. Derrota exhibida en su total magnitud, por el bombardeo aéreo y asedio de infantería y artillería terrestre contra el otrora símbolo republicano del palacio de gobierno y sus cerca de 40 defensores con La Moneda sumida en la que sería la derrota fundacional de un nuevo orden. Cuyo mandato se definiría inmediatamente en torno a la política del terror como dispositivo disciplinar y de depuración del cauce histórico precedente. Precisamente,

«[b]ombardear desde el aire el Palacio de gobierno ya expresa una voluntad de tabla rasa, de crear un nuevo Estado sobre las ruinas del otro» (Moulian: 1997, 30).

Im Dokument Violencia y representación. (Seite 38-41)