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Impedir la catástrofe autoritaria, verificarla. Una exploración acerca del nosotros de la herida en La ciudad (1979) de Gonzalo Millán 43

Im Dokument Violencia y representación. (Seite 124-155)

representaciones de la violencia en la poesía chilena bajo el autoritarismo

3. Rupturas, modulaciones de frontera

3.1. Impedir la catástrofe autoritaria, verificarla. Una exploración acerca del nosotros de la herida en La ciudad (1979) de Gonzalo Millán 43

Amanece. temporalidad-ciudad: ineluctablemente «amanece» y así «se abre el poema», «los periódicos», la

«herida», las latencias del dolor que en ésta se concitan, como parte de un mismo gesto. Cualidad de aquello que retoma y adhiere al movimiento, al continuo de los sujetos que, aunque fugaces, rutinariamente despiertan, se incorporan e inscriben sus presencias al continuo sobrevenir de La Ciudad.

43La Ciudad posee dos reescrituras parciales contenidas en las versiones de 1994 y 2007 publicadas en Chile, tema sobre el cual se han referido en extenso Foxley (1994) y Leal (2007) para luego ser actualizado por Ayala (2010). Dados los parámetros del presente trabajo opto aquí por explorar solo la primera, y dentro de ésta priorizar el foco sobre la figura del Anciano por su referencia como símbolo del decurso temporal y de la memoria que en éste se articula.

Respecto a lo primero comparto y afirmo la lectura de Leal, para quien la primera reescritura se explica en términos de una no clausura del contexto que La Ciudad reconstituye: «[p]ensemos en la diferencia entre La Ciudad y, por ejemplo, Cartas de un (sic) prisionero, de Floridor Pérez. Las dos son obras marcadas por su contexto [...]. Sin embargo, se separan significativamente en su reinstalación. Al llegar los gobiernos de la concertación ambos libros se reeditan: el de Pérez idéntico a su versión original; La Ciudad marcada por modificaciones. La diferencia no es menor: Pérez presenta el pasado (y su libro) como un ya fue, un documento que habla de la separación de ese pasado con el presente. Millán en cambio denuncia su continuidad» (212). Como describe Ayala, otras modificaciones relevantes en 1994, y 2007, corresponden, en lo modular a una serie de re-ediciones en distintos lugares del corpus, de inclusiones, exclusiones y traspasos desde y hacia Vida (1984) y Pseudónimos de la muerte (1984), llegándose a incorporar 16 poemas de este último en 1994, para luego hacerlo literalmente desaparecer de la antología 13 Lunas de 1997, como suspicazmente apunta. En 2007 se presentarán modificaciones menores, incluyéndose la eliminación de las divisiones asignadas a las estrofas para así «fomentar la fragmentación del poema y aumentar su calidad de flujo textual y serialidad» (75-78).

Corre la pluma.

Corre rápida la escritura.

Los bancos abren sus cajas de caudales.

Los clientes sacan depositan dinero.

El cieno forma depósitos.

El cieno se deposita en aguas estancada […]. (1, 9-10)

Tiempo, «herida», «escritura» y el sistema de la cotidianidad se reúne en La Ciudad, en un nosotros sólo episódicamente explicitado, pero siempre concitado a la infinidad de relatos anónimos, profusamente vinculados a los sucesos y espacios remanentes a una historia colectiva. De ahí también que este abrir(se) de «los periódicos», los registros de las tramas comunicativas, se condiga con el momento en que las imágenes del afuera acceden al espacio de lo privado y así lo infringen, produciendo con esto el desborde de las correspondencias entre la temporalidad y las subjetividades en que ésta se realiza. Éste es el planteamiento en base al cual buscaré en adelante discutir la posibilidad de entender al registro poético confirmado por La Ciudad a modo de una mediación e incluso tentativa de interrupción, en lo simbólico, de la experiencia de la temporalidad que sucesivamente confluirá en «[l]a herida» del presente y cuyo cúlmine será la «cicatriz» del poema 64 es decir la experiencia ya irreversible de la violencia (108-11)

Para introducir esta búsqueda cabe señalar que el reflexionar acerca La Ciudad implica en sí adentrarse en una textualidad de frontera, que desarrolla e impugna atributos ya presentes en la no resuelta búsqueda de los poetas de los 60s, generando en esto una experiencia transgresora en lo referente a disputar escrituralmente la categoría del sujeto en su despliegue sobre el espacio de lo real. Una obra que, en esto, «problematiza la idea del surgimiento de “una escritura de avanzada”

totalmente desvinculada de la tradición […]. La radicalidad de Millán está precisamente en el extremo de no cerrarse ni a la exclusividad de la denuncia política ni en la privativa experimentación de signos y códigos (Leal: 2007, 208-210). Bajo esta perspectiva, en La Ciudad se excede el descubrimiento de este espacio de la multiplicidad como ámbito de destrucción, reproducción y transformación de un territorio, para entablar textualmente una constitución espacial impregnada por las subjetivaciones de los acontecimientos que la historizan como sistema normado por las sucesiones del orden y resistencias que lo disputen. Un orden, sin embargo, al que siempre subyace la confrontación permanencia y transitoriedad en tanto está fundado sobre la temporalidad del ciclo vital de quienes habitan las sucesiones de relatos que la conforman. En lo que aquí planteado será en base a este sentido que la obra genera las reglas de una textualidad en la cual se

vuele posible, sino imperativo, volver a articular este sistema referencial ya como lenguaje, lo cual reviste la situación límite de representar la ciudad para así volver a habitarla. Para esto el poema concibe a La Ciudad como orgánica a la que se sustraen las identidades de quienes trazan y habitan sus flujos, que excede la sujeción a una toda identidad unívoca, entablando con esto un sujeto colectivo. Un «nosotros» virtual que sucesivamente será conformado bajo una constante de

«desubjetivación»44. Dinámica que a través de la «estructura fragmentaria, serial y modular» (Ayala:

2010, 71) que define las reglas internas de la obra, opera como restablecimiento de una situación de

«presencia» en la que se concitan los relatos de sus partícipes en único continuo del devenir ciudad.

La mordaza impide el habla.

Este nosotros virtual es aquí constituido ya como cuerpos sometidos íntima y colectivamente a la agresión de las distintas valencias de una única herramienta de opresión «[l]a mordaza [que] impide el habla» y a la vez «venda» produce la privación sensorial de la visión. Cuya acción, al impedir(nos) acceder al ámbito del afuera de La Ciudad, es interrumpir la posibilidad de participar del intercambio de lo real, y con esto, de producirlo en tanto lenguaje y así como experiencia en la que «Vvms mrdzds». Herramienta, por lo tanto, capaz de vulnerar incluso el soporte corporal de la voz que enuncia esta Ciudad. Esto no obstante la resistencia, la tentativa de restitución del habla y visión que contienen al sujeto colectivo de este nosotros presencial. Aquel cuyos «ojos» y «boca», tal como el movimiento que identifica a «la herida», ahora se «abren bajo la venda» y así, «bajo la mordaza»45. Se visualiza así una conformación del sujeto colectivo que en La Ciudad opera

44«Se suele calificar la obra de Gonzalo Millán como “objetivista” [...]. La “objetividad” por una parte se opone a la subjetividad concebida de forma romántica y moderna, es decir como un interior psíquico resguardado del cual emerge el texto poético. Además, la objetividad se concibe a contrapelo del sujeto lírico que identifica al autor con el sujeto textual y, por lo tanto, al texto poético bajo el signo de la expresividad [...]. Habría que ser cauteloso, no obstante, y no buscar oposiciones donde no es necesario que las haya. Así, se puede afirmar que en la obra de Millán hay una continua dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo, la emoción y la percepción, el patetismo y la ironía, el lirismo y la distancia, todos ellos dominados por la pregunta crítica por la representación y el texto» (Ayala, 64-65).

45Relación dual de sujeción a un «nosotros», reflejada en La Ciudad por las presencias modélicas el anciano, el tirano, la beldad, el ciego, fundamentalmente, y en torno al cual sucede la anonimia y en contraparte la potencialidad de particularizar de los sujetos ahí adscritos. Situación cuya reflexión extraigo analógicamente del planteamiento de Jean Luc Nancy en su escrito sobre el dormir y la situación restitutoria de la alteridad: «[e]l sí mismo se relaciona consigo y vuelve a sí para ser lo que es: «sí mismo». «Yo» [je] no hace un sí mismo, pues no vuelve a sí: al contrario, se escapa, sea al dirigirse al mundo, sea al retirarse de éste, pero en este caso, precisamente, para perder su distinción puntual de

produciendo una constante transgresión del «afuera», esto es, aquel ámbito de la multiplicidad de desplazamientos que conforman la orgánica-Ciudad. Pero que también es aprehendido por el poema como dimensión que permite el efecto de copresencia espacial y situacional entre las instancias y partícipes de la cámara de tortura y la vía pública. Y con esto, el de coidentificación entre el cuerpo singularizado por las agresiones a las que éste y su colectivo son sometidos. De ahí también la anonimia y condición genérica de ambos aspectos del «nosotros» subyacente a esta relación. Por lo anterior las vistas imágenes del afuera, «periódicos», «autobuses» o «almacenes», etc., se exponen ya como inherentes a la multiplicidad espacios privados y así subjetividades que componen el ciclo total del espacio y textualidad La Ciudad. Movimiento cuya consecuencia será que éstas también se correspondan con las de la violencia sistémica que suministra las acciones, atributos y prácticas sociales que identifican a «la herida», que la tornan en constitutiva al sujeto del nosotros.

Como en adelante devela la obra, la comprensión de los atributos de esta identidad colectiva están íntimamente entrelazados al sujeto del hablante que secuencia sus intersecciones en el ciclo temporal y el decurso histórico que conforman La Ciudad textual, siendo la personificación que centraliza esta habla la del Anciano. De esta forma será a partir del poema 8, momento de su primera figuración, y en adelante de la asignación a éste del rol de preservar la memoria y casualidad de los sucesos que definen las manifestaciones en que el ciclo deviene y es subjetivado bajo la nueva condición sistémica de la violencia. Condición que implica una administración de la temporalidad trazada ente el espacio colectivo y sus sujetos.

Cae el sol.

Cae el agua del caño en la pila de piedra.

El agua cae en la cascada.

El anciano enciende la luz.

Clic hacen los interruptores.

Las habitaciones se iluminan.

Se encienden los televisores.

Habla por cadena el tirano.

Oscurece temprano en invierno.

Los rótulos de neón se prenden y apagan.

Cierran las tiendas.

Las calles van quedando vacías.

Aparecen las primeras estrellas.

Los peatones caminan con premura (8, 19).

Se recuerda en esto las políticas de supresión factual y comunicacional del espacio de lo público en las que se inscribe el Toque de queda aludido en el poema. Política de administración de la temporalidad cuyo efecto más patente, ante la prohibición nocturna de circular por las calles, es forzar a la reordenación total de las prácticas del cotidiano. Y que, en consecuencia, dada la coacción y condicionamiento social en que se basa la efectividad del terror, implica producir dinámicas de autoreclusión en el espacio de lo privado, las cuales por esta cualidad se tornan homologas a las de la autocensura. La condición punitiva específica que define al Toque de queda, es que éste sirve para intensificar el simulacro comunicacional que rige el afuera: «[s]e encienden los televisores. /Habla por cadena [obligatoria de radio y televisión] el tirano». Así, la obligación de recogimiento (la de «los soldados», «viajeros», «población» y «anciano», etc.) hacia los espacios privados ya infringidos por la inminencia de la violencia, supone en el poema que los habitantes reiteren en el fuero de un hábitat interior las modulaciones de lo real suministradas por las herramientas mediales del discurso rector. En La Ciudad, el ámbito de lo privado adquiere y reproduce los atributos sistémicos del espacio carcelario: privativo del desplazamiento que a la vez agencia de reformulación conductual de sus sujetos, confirmando con esto la disposición del espacio ciudad ya como dispositivo de agresión, disuasión y sumisión de las heterogeneidades que la conforman. Esto es como el sistema subjetivador último que asegura la preservación del orden y su autoridad. El eje de este orden es la intervención y en su grado máximo, la alteración de la orgánica de que rige los parámetros del ciclo en que la Ciudad se inserta. En otras palabras, la reversión del movimiento de sucesiones de la «vida», noción que luego profundizaré, y con esto de las causalidades históricas ante lo que se refrenda como el suceso disrruptor de la catástrofe militar:

Desacataron la autoridad.

Desacuartelaron regimientos.

Desmantelaron el palacio presidencial.

Desempedraron las calles.

Desembaldosaron las veredas.

Desfijaron los clavos [...].

Referencia cruzada ente la historia y el relato de sus subjetivaciones y sobre la que se despliega esta nueva forma de sobrevenir del ciclo y que, para quienes habiten el ahora que la obra reconoce, implica la manifestación de la violencia como alteridad fundante del nuevo sujeto histórico que la traza con su experiencia y relato. Esto es, uno cuya condición parece ser la fractura de la temporalidad como categoría inherente a la naturaleza; y por lo tanto también a las realizaciones simbólicas de ésta en tanto soporte primero de toda posibilidad del lenguaje y así de disputa sobre la representación46. Se conforma así una nueva inteligibilidad sobre este nosotros ahora definido por la privación del afuera abierto, a su vez, por el acontecimiento de «la herida»: la ciudad exterminada en consecuencia a la interrupción de la cíclica en que se sustentaba:

El anciano es viudo.

46Argumento que se sustrae a partir de lo primero indicado por White al calificar del poema 30 como «eje natural e histórico en torno al cual giran las fuerzas en pugna» de la obra. «La destrucción de La Ciudad implica también la destrucción de una concepción lírica del lenguaje, altamente subjetivizada. El autor, a través del anciano, debe empezar a re-construir también su lenguaje, recurriendo a frases muy elementales y directas que van rehaciendo, con precisión

Muchos alumnos salieron de la ciudad. mordaza» (5, 15), posee una cualidad genérica e individualizante, desde la que ahora se entabla ya una co-identificación entre la voz del «nosotros» hablante y la del yo que sucede la memoria colectiva (e íntima) de «[e]stos mis últimos años» del poema 8. Un yo dualmente testigo de los hechos y devenir de La Ciudad, pero también articulador de su memoria y construcción escritural en tanto su entrecruzamiento con la figuración desubjetivada del autor (White, 170; Foxley, 134), el Anciano refiere en sí a un personaje que remite al ciclo y a la transitoriedad. Y con esto, en la comprensión de éste que, trazada por el sistema textual de La ciudad, a la identidad dominante, pero no la única, desde la que en adelante se establece la coidentificación ahora entre el sujeto del

«nosotros» y la del «yo» hablante trasunto que en éste se singulariza. «El anciano no tuvo hijos./…/

El poema de la ciudad es su hijo» se enuncia desde el habla de una exterioridad que asimila y trasunta ambas identidades que descubren/crean su sucesión como deriva del ciclo biológico, de los ritmos en los cuales la naturaleza persevera en tanto vida. Exhibiendo en esto una visión en la cual el espacio deja ser el soporte de toda experiencia individual y colectiva para pasar a ser conformado por las presencias remanentes de las subjetividades que, transitoriamente, lo habiten47.

En lo sucesivo del poema 46 se explicita el proceso, la superposición secuencial de presentes, que devendrán en este horizonte de irreversibilidad que supone el morir y contemplar morir y en este

47Esta otra identificación es verificada por la aparente anomalía de la serie trazada por los anteriores poemas 37 y 38.

Segmentos en el cual se produce, primero, las marcas de correspondencia del sujeto del hablante con la personificación de el «ciego», en sí otra ramificación del nosotros-La Ciudad «El ciego va tentando el camino./ El ciego tiene el oído muy fino./Los sonidos se perciben por medio del oído./ Oigo voces susurrantes./El viento susurra./ Susurra el agua./

Oigo voces indistintas./ Oigo sonidos indefinibles [...]./ Oigo el bullicio de la calle.» (37, 65). Y en el segmento sucesivo, haciendo uso de la cursiva y renunciando a la ordenación sintáctica que da lugar al sistema de versos autoconclusivos y e insertos al flujo total de causalidades, se atiende a una única emanación en la cual el Anciano y/o Ciego se reconoce como identidad del sujeto textual: «Por ahora no sé quién eres./ni adonde estás siempre./ Sé que nos ha tocado vivir/ en la misma ciudad[...]./ Y eso me basta./ Hoy es de noche, pero mañana/ saldré como ayer en tu busca./ Estoy seguro sabré reconocerte./ Por si acaso, para que sepas./ andaré como siempre,/ con anteojos negros y bastón blanco.» (38, 68). Así se produce el efecto en el continuo de que ambos cohabiten con el hablante la personificación trasunta al «yo» articulador de los flujos de sentido de La Ciudad, de ahí que arriba se apele a una identidad dominante, pero en constate ramificación hacia otras emanaciones singularizadas del nosotros.

entrecruce, producir la memoria, articular sus causalidades. Así, al borrar la distinción genérica ente la vida y el poema, al «punt[uar]» al «poema» e «hijo» y en esto entre las leyes de la naturaleza y de la representación, se postula una textualidad cuyo eje es la restitución de las continuidades del ciclo vital. Bajo este foco el «poema», el «hijo» y la «ciudad» de los cuales cual el «anciano» es su autor, padre y «fundador», se tornan en entidades inherentes y por lo tanto en constitutivas de una misma orgánica. Naturaleza (vida) que deviene en texto y éste en experiencia de la «herida» en la que se pluralizan y superponen las imágenes de la privación, de la «confina[ción]» a esta «aldea» Chile, de la prohibición de enseñar y el exterminio de los alumnos. Prohibición de legar el conocimiento y así producir la trama colectiva de la memoria y en lo evidenciado por el «toque de queda», de transitar y de reunirse, impidiendo con esto el ejercer comunicabilidades sobre los sucesos y microhistorias que componen la ciudad. Por lo tanto, prohibición de habitar el ciclo y de construir sus inteligibilidades, puesto que éste se ha visto brutalmente interrumpido por un orden que se confirma como tal al administrar el dolor y el momento del morir para así internalizarse y tornarse autoreproductivo a los sujetos bajo su radio.

De esta forma vigilar y regir los ritmos del ciclo supone en sí volver temporalizar la ciudad y con es esto articular un control sobre el devenir de la naturaleza. Apunto en esto Tres Álamos, Primavera, presente en el antológico Vida (1984): «[e]s algo alentador descubrir/ que arraigan y reverdecen/ las estacas de los cercos/ alambre de púas en la carne/ y llagas que resuman resina» (cit. La Bicicleta, no 45 de 1984, 36). Poema a partir de cuyo título y desarrollo se localiza y temporaliza los cuerpos ausentes del centro de detención y tortura homónimo, y en con esto, a las subjetividades que en éste perviven y dejan de hacerlo. Simultaneidad del (aún) permanecer presente y luego ausente ante la inmanencia del morir que determina toda posibilidad de significar la experiencia del ciclo. Algo que resulta extensiva a la textualidad desplegada en La Ciudad. La figura del Anciano supone con esto también un eje de reversibilidades del suceso de la realidad espacial-ciudad en el sentido de su representación de sus flujos e intersecciones la memoria colectiva de la historia. Según el propio poeta para la construcción de La Ciudad:

necesitaba la representación del hombre anciano, además [de] por hechos muy ligados a la política contingente, porque me llamó muchísimo la atención que, dentro de la lucha política, de repente aparecieran elementos de organización que eran arcaicos. Me refiero a que, en los campos de concentración en Chile, los que dirigían a los prisioneros eran un consejo de ancianos, como ocurría en las antiguas tribus. Esas eran las autoridades de los

necesitaba la representación del hombre anciano, además [de] por hechos muy ligados a la política contingente, porque me llamó muchísimo la atención que, dentro de la lucha política, de repente aparecieran elementos de organización que eran arcaicos. Me refiero a que, en los campos de concentración en Chile, los que dirigían a los prisioneros eran un consejo de ancianos, como ocurría en las antiguas tribus. Esas eran las autoridades de los

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