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Tras la caída de la cortina de hierro y el fin de muchas dictaduras en América Latina, comenzó un desarrollo hacia una hegemonía cada vez más fuerte del neoliberalismo en la economía y la sociedad. La polarización política y militar de las sociedades latinoamericanas, así como la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, cedieron el paso a una polarización económica menos visible entre los sectores sociales cada vez más ricos y aquellos cada vez más mar-ginados bajo la supremacía neoliberal. Surgen nuevos ganadores eco-nómicos en las finanzas y la tecnocracia. En el sector de los servicios se forma una nueva clase media, aunque en condiciones precarias. La vieja clase media de la burocracia y de la pequeña y mediana industria local se encuentran bajo una creciente presión competitiva. Las clases bajas, ya marginadas, se ven crecientemente desplazadas hacia el sec-tor informal; por ejemplo, los jóvenes hacia la delincuencia organi-zada. Y la criminalidad relacionada con las drogas adquiere una ma-yor importancia económica en casi todas las clases sociales. En los

Estados Unidos se producen procesos similares, aunque a un nivel económico general mucho más alto. En términos macrosociológicos, por lo tanto, se puede observar el cambio de una fuerte polarización política y militar entre los bloques sociales más o menos organizados a una mezcla difusa con perspectivas de futuro muy diferentes para los distintos grupos sociales. Sobre todo, en América Latina las po-tencialidades de la organización social desde abajo – sindicatos, par-tidos socialistas, organizaciones campesinas – se ven relegadas en fa-vor de la lógica neoliberal del ascenso individual. En los EE.UU., de todos modos, este individualismo había quedado establecido hacía ya mucho tiempo y solo necesitaba ser integrado al modelo neoliberal.

Microsociológicamente se puede decir que la lucha individual, sin al-ternativa, por el ascenso social ha cambiado significativamente la percepción que los actores tienen de la estructura social y de sus po-sibilidades de (sobre-) vivir. La teóloga mexicana Elsa Támez habla de una lógica de “¡Sálvese quien pueda!”. La meta frente a los proce-sos complejos de desintegración social y la ausencia de una clara orientación es la integración de la propia vida, especialmente de la actividad económica y la estabilidad de las estructuras familiares.

La transición de la polarización política a la supremacía del neo-liberalismo ha tenido consecuencias notables para la práctica reli-giosa, especialmente, en la clase media ascendente y la clase alta tec-nocrática (menos en la oligarquía agraria o en la aristocracia del di-nero, la timocracia de Nueva Inglaterra). Las teorías dualistas de la lucha de Dios contra el diablo perdían (poco a poco) importancia. En los Estados Unidos, donde una visión más o menos paranoica del otro es común desde los tiempos de los peregrinos (Williams 1980, 221, 224), Satanás y sus “demonios territoriales”, ya muy pronto, después del fin de la Unión Soviética fueron reubicados en el sur, en los terri-torios del Islam. De esta manera, se mantenía la figura del conve-niente enemigo externo. Además, sobre todo, en la formación G EREN-CIA, la demonología seguía redoblando en la doctrina del Dominio, que ve su tarea en la conquista de diferentes campos sociales de ma-nos de los impíos (y de esta manera, si así se prefiere, de los demo-nios); al mismo tiempo que el “evangelio de la prosperidad” pasaba

al centro del interés religioso. En América Latina la disposición para combatir a los demonios abandonó el centro en la red de las disposi-ciones religiosas de los actores, pero permanece activa en el contexto de la doctrina del Dominio. Con ello, los actores religiosos se ocupan en especial de la autooptimización y del “pensamiento positivo” con el fin de adaptarse al sistema y acercarse, de este modo, a la cornuco-pia del capitalismo neoliberal. “¡Sonríe o muere!” (Smile or die, Eh-renreich 2010) es el lema de la religiosidad gerencial de los neopen-tecostales modernos en los EE.UU. y América Latina. La promesa de salvación es “de este mundo” (diesseitig), como diría Max Weber; y en última instancia, es el éxito económico. Mientras que el desarrollo económico actual pone en tela de juicio las estructuras sociales tradi-cionales, la inversión del interés religioso en el éxito material permite Weber ya ha visto esto.

“El éxito capitalista de un hermano de secta, honradamente obtenido, era una demostración de su mérito y su estado de grada, elevaba el prestigio y las posibilidades de proselitismo de la secta y, por todo ello, era bien acogido (…).” (Weber 1983b, 192)

En comparación con las impresiones de Weber, los parámetros de éxito entre los “hermanos sectarios” han cambiado un poco. Mientras que para Weber la interacción entre una comprobación de sí mismo por medio de una “disciplina de costumbres extraordinariamente se-vera” (185, Sittenzucht) en la congregación y la confirmación de la

“propia autoestima” (175, Selbstgefühl) a través del acceso a un club capitalista era todavía decisiva para el éxito general de la estrategia religiosa. Hoy en día es simplemente el éxito económico del indivi-duo y el éxito cuantitativo del predicador en cifras de miembros.

Las megaiglesias de hoy en día no funcionan a través de la ad-misión exclusiva de “los dignos” (184, Würdige) a sus congregacio-nes, sino a través de la pura masa de donantes y a través de la inver-sión del capital monetario así generado en empresas comerciales pre-ferentemente en el sector de los medios de comunicación, pero tam-bién en el de los bienes raíces y en muchas otras cosas más que se

pueden ocultar en cuentas bancarias panameñas. Y con este desarro-llo también ha pasado al olvido el viejo criterio cristiano del éxito económico: la satisfacción de las necesidades con el indicador de “su-ficiente” ha dado paso a la envidiosa comparación con el vecino. No puede haber “suficiente” si hay alguien que tiene más. La misma práctica religiosa, en la formación GERENCIA, se ha convertido en un negocio de acumulación y centralización de capital proyectado al in-finito.

La doctrina del dominionismo transfiere a la política esta lógica de la conexión funcional entre religiosidad y economía.74 Al afirmar que el cristianismo – más precisamente: la propia opinión religiosa – tiene la competencia y el derecho de dirigir los asuntos del Estado, se está realizando una re-sacralización de la política. Esto puede obser-varse en los EE.UU. durante los gobiernos de Ronald Reagan, George W. Bush y – configurados como “evangélicos de la corte” (John Fea) – también con Donald Trump. En América Latina hay intentos simi-lares, especialmente en Brasil y Guatemala, aunque también en otros países. Se postula de una manera genuinamente fundamentalista la validez universal de las estrategias y los discursos religiosos y se in-tenta imponer la lógica religiosa a las instituciones políticas.

En las clases medias y bajas son muy comunes un individualismo desesperado y la autoacusación por falta de éxito económico. Por su-puesto que en el centro de la praxis religiosa está lo que es factible:

la estabilización de la familia y la reivindicación de ley y orden pú-blico. La familia nuclear burguesa “natural” y “deseada por Dios”

funciona socialmente como el último refugio y se entiende religiosa-mente como deber y gracia divinos. (Esto explica en parte el duro rechazo al movimiento LGBT). Los creyentes vinculan estrecha-mente su deseo de estabilidad familiar con el discurso sobre “Dios”.

“Dios” legitima su propio anhelo. “Dios” creó a la familia. “Dios”

tiene una ley que dice exactamente lo que uno mismo debe desear.

Por ende, desde una perspectiva semiótica “Dios” es un “significante vacío” (Levi-Strauss, Laclau). O sea que, en última instancia, solo

74 Sobre la conexión entre religión y política cf. Schäfer 2019.

quiere dar a entender: “Lo que acabo de decir es irrefutable”. Esto ya es mucho, cuando uno considera que en los entornos vitales en desin-tegración de la mayoría de clase baja y clase media baja en los EE.UU. y en América Latina no hay ya casi ninguna certidumbre.

El cambio en las condiciones generales también implica un me-joramiento extremo de las condiciones de comunicación, si bien no la libertad de desplazamiento. Los factores mencionados aquí, en conjunto, han contribuido a que las condiciones del entrelazamiento religioso entre América Latina y los EE.UU. también hayan cam-biado en cierta medida.